JORGE BUSTOS-EL MUNDO

Tres tesis quedarán en la memoria de las futuras generaciones: la de Amenábar que reinventó el thriller psicológico en el cine español, las de Feuerbach que reinterpretó Marx para lanzar el materialismo histórico y la de Pedro Sánchez, que podría asesinar la legislatura más delirante de la democracia española. Cuando todo acabe, quizá la menos sangrienta de las tres sea la de Alejandro Amenábar.

Todo iba según el plan hasta que le llegó el turno de palabra a Albert Rivera. El plan de Pablo Casado era atacar el flanco apaciguador abierto patéticamente por Josep Borrell, el teórico paladín contra el nacionalismo de este Gobierno, y el plan de Sánchez era responder exigiendo al PP la lealtad que él mostró con Rajoy. Todo muy aseado, sin cargar mucho la suerte, según mandan los cánones bipartidistas. Pero como dijo un filósofo llamado Mike Tyson, todo el mundo tiene un plan hasta que recibe el primer puñetazo. Rivera se acercó; midió la distancia mentando los casos de Cifuentes, Casado y Montón; encontró la guardia baja en el veto de PP y PSOE a la proposición de ley de transparencia universitaria de Ciudadanos; calculó el tiempo de reacción de su contrincante –el Young Sánchez de Aldecoa– y, en el instante oportuno, descargó un inesperado directo al cuerpo: «Señor presidente. Existen dudas razonables sobre su tesis doctoral. Acabemos con la sospecha: no puede haber un caso presidente del Gobierno. Haga pública su tesis doctoral para disipar las dudas. ¿Qué tiene que ocultar?»

El golpe alcanzó el hígado presidencial, que se agarró al reposabrazos y balbució la frase que ahora le persigue con el aroma venenoso de la mentira flagrante: «Mi tesis doctoral está publicada y colgada en Teseo. Está… usted dirá que no, pero usted no se prepara las preguntas…» Sonó la campana. El referí Pastor, del colegio gallego, había invocado el código seguramente para evitar el encarnizamiento, pero no tuvo más remedio que cortar el micrófono del presidente. Sánchez se quedó varios segundos en pie, hablando sin sonido, incendiando el cuerpo de Rivera con su mirada tipo Cíclope de X-Men. Se sentó muy despacio, mascando la venganza que allí mismo empezaría a cavilar. Algunos diputados de Ciudadanos aseguran que el presidente del Gobierno –el presidente del Gobierno– espetó desde el escaño al portavoz naranja: «Te vas a enterar». Quizá a estas horas ya se haya fijado un nuevo destino para las bombas de Arabia Saudí. Ya puede ir instalando Ciudadanos un escudo antimisiles en su sede, porque son el enemigo. El adversario es Casado, pero el enemigo de Sánchez –y de Iglesias, y de Rufián, y de Torra, y de Urkullu– es Rivera.

En realidad, la maniobra de Rivera era de manual, considerando que no hacía ni 12 horas que había dimitido una ministra sanchista por plagio. Al hacerla dimitir, muchos analistas interpretaron que sacrificaba una pieza para cobrar la mayor: el jefe de la oposición, matriculado en el mismo máster que ha tumbado a Montón. Pero olvidaban que después de Casado venía el doctor Sánchez, y que él mismo ha fijado el listón al dejar caer a su ministra: ahora todo el mundo sabe que un plagio vale una dimisión. «Si Sánchez no enseña su tesis quizá sea porque no está limpia», piensa España. La jugada estaba en la mesa pero Casado no podía ejecutarla sin exponerse él mismo. Y Rivera no desaprovechó la ocasión.

¿Y ahora? En estos momentos algo más de la mitad de todos los periodistas de Madrid están tratando de hacerse con la tesis del presidente para escrutarla sin piedad. Sánchez ha demostrado un grosor de piel capaz de sobrevivir al reactor de Chernóbil, pero su Gobierno se tambalea. Los independentistas le chantajean con el referéndum, el PP le abre frentes que van desde la purga en TVE hasta la desaceleración económica o el desamparo a Llarena, Moscovici aprieta a Calviño, los barones exigen una reforma de la financiación, hasta Podemos abronca al Gabinete por no publicar la lista de los amnistiados fiscales y por proteger a la Corona. Entretanto, el país está legislativamente tan paralizado como el Parlament. Con la diferencia de que en el Congreso no se puede amordazar a la oposición.