Manuel Montero-El Correo
Nuestro propio régimen democrático, que tardaría en llegar tres décadas, sería inconcebible sin el ciclo que abrió el desembarco de Normandía
El 6 de junio de 1944 -el ‘día D’, le ‘jour J’-, conocido también como «el día más largo», fue, hace 75 años, una jornada decisiva en la Segunda Guerra Mundial. Simboliza el comienzo del fin del nazismo, el presagio inmediato de la victoria aliada.
Como sucede con otros símbolos, esta interpretación básica no retrata exactamente la realidad histórica. La debacle del Eje había comenzado antes, en el Este de Europa, donde las victorias rusas en Stalingrado y en la batalla de Kursk habían invertido las tornas y las tropas de Hitler se batían ya en retirada. El empuje soviético en el Frente Oriental estaba haciendo inevitable la derrota nazi.
No quiere esto decir que sea injustificada la importancia que se otorga al desembarco de Normandía. La apertura del Frente Occidental fue decisiva en el desenlace de la guerra y en el final de la opresión nazi, que llegaron por la colaboración entre las democracias y el régimen soviético.
El 6 de junio se celebra con la presencia de jefes de Estado y presidentes de Gobierno en las costas de la Normandía. Participan los países que vencieron en la guerra y los que fueron derrotados, así como algunos que no combatieron, como España.
Tal conmemoración colectiva no tiene parangón ni precedentes. No hay recuerdo de otro acontecimiento que se haya celebrado 75 años después con la periodicidad y solemnidad del 6 junio de 1944: no como un mera efemérides de importancia histórica, sino con todo el despliegue político reservado a acontecimientos sobre los que se construye nuestro presente. La celebración ha ganado en prestancia respecto a hace veinte años y a las décadas anteriores, a medida que la democracia se fue propagando tras el fin de la guerra fría.
El 6 de junio de 1944 encarna la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y la principal batalla librada en el Occidente de Europa en el último siglo, desde el fin de la Primera Guerra Mundial -no merece la pena discutir si resulta comparable a las brutales batallas de 1914-1918-. Pero, sobre todo, el desembarco de Normandía y lo que representa adquieren el carácter de acontecimiento fundacional de nuestra época. Esto explica que se mantenga la celebración, pues seguimos en el ciclo histórico que se abrió hace 75 años, en el que la democracia y los derechos humanos constituyen valores incuestionables. En cierto sentido, se propagaron tras llegar al continente por Normandía.
Al comenzar la guerra, la democracia era en Europa un valor escaso, circunscrito a Gran Bretaña, Francia y unos pocos países del norte de Europa. Las democracias asediadas, arrinconadas, lucharon por su supervivencia. Lucharon y ganaron: la democracia se asentó y extendió por sitios que apenas la habían conocido, hasta ser la forma política incuestionable en Europa. Y eso, pese a los frecuentes e incomprensibles menosprecios con que se la fustiga, no para señalar sus déficits sino exigiendo enmiendas a la totalidad.
Más allá de la épica bélica, el desembarco de Normandía y el propio esfuerzo militar suelen interpretarse con la idea de que la victoria aliada resultaba inevitable. ¿Era el desenlace natural de un conflicto en el que se enfrentaban la libertad y la dictadura, el derecho frente a la fuerza? Tal estereotipo reduciría la importancia del esfuerzo colectivo. La imagen forma parte de una lectura simplista de la historia, una visión en la que el bien vence siempre al mal y por tanto la democracia forzosamente había de ganar al totalitarismo.
No fue así. Sin entrar en las complejas causas de la victoria aliada, y aunque resulte incómodo, del conflicto pudieron salir victoriosos el nazismo y el fascismo, con sus secuelas de discriminación, persecuciones y brutalidades. No pasó, pero pudo pasar. No sucedió gracias a esfuerzos colectivos como el que representa lo sucedido hoy hace 75 años.
Entre las circunstancias que explican el desenlace de la Segunda Guerra Mundial está la decisión anglo-norteamericana de emprender el desembarco de Normandía, con la complejidad logística que implicaba y la enorme movilización militar. También contó, no en último lugar, el sacrificio humano que significó: el 6 de junio de 1944 el ejército aliado tuvo más de diez mil bajas, entre muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros. En la playa Omaha, donde el ataque tropezó con enormes dificultades, las primeras horas fueron particularmente cruentas; al final del día se contabilizaban en ese sector dos mil bajas.
Los inmensos cementerios junto a las playas de Normandía sobrecogen con sus hileras interminables de cruces, a veces en tumbas en las que yacen soldados que no fueron identificados. Contribuyeron a traer la democracia a Europa y a construir el marco de derechos en que nos desenvolvemos. Nuestro propio régimen democrático, que tardaría en llegar tres décadas, sería inconcebible sin el ciclo que abrió el desembarco de Normandía.
Conviene recordarlo, sobre todo por la costumbre de dar por descontados logros políticos que exigieron hace 75 años el sacrificio de miles de jóvenes, la mayoría llegados de América, a los que se debió la victoria sobre el nazismo y la oportunidad para el asentamiento de las democracias europeas. La conmemoración de Normandía sigue siendo pertinente 75 años después. Recuerda que las democracias no prosperan por sí solas y que resulta necesario sostenerlas activamente frente a sus enemigos.