ABC-IGNACIO CAMACHO
El problema autonómico es de hipertrofia, de abuso, y el remedio no pasa por abolir, sino por reprogramar el modelo
DETRÁS del auge de Vox está en gran medida el creciente desafecto popular por el régimen autonómico, un malestar que ha hecho crisis a partir del conflicto de Cataluña. Cada vez son más los españoles convencidos de que el demarraje separatista tiene su origen en la permisividad del Estado con el programa de «construcción nacional» que el nacionalismo ha desarrollado a través del autogobierno, y tienden a confundir las causas con el efecto. Los patentes y generalizados abusos del diseño territorial –despilfarro, corrupción, desigualdad, clientelismo, elefantiasis administrativa, etcétera– han creado el caldo de cultivo perfecto para que brote un clamor ciudadano exigiendo la reconducción drástica de tanto exceso. Y Vox ha construido un cauce oportunista para ese estado de cabreo al proponer, por fuera de la Constitución, la supresión directa de las autonomías y el retorno a la centralización plena. La complacencia del Gobierno Sánchez con los independentistas a quienes debe el poder ha sido el combustible de la irritada hoguera en que de momento ha ardido el PSOE andaluz y pronto se chamuscará la política nacional entera.
Pero ese comprensible enojo peca de injusto, de hiperbólico y de ingrato. La desmesura palmaria del «carajal autonómico», como lo calificara Borrell, ha llevado a olvidar la contribución del sistema a la prosperidad y la cohesión de España a partir del ingreso en la UE y el consiguiente caudal de transferencias de fondos y rentas. El proyecto constitucional apuntaba de inicio a una nación de desarrollo dual que los andaluces evitaron al forzar, referéndum mediante, la improvisación de una especie de federalismo de tapadillo. Los gobiernos regionales, con todo su desorbitado aparato, han sido y aún son esenciales en la redistribución de recursos, en la dotación de infraestructuras y en la prestación de servicios. El mal, el problema, es de sobredimensión, de hipertrofia, y la solución –si a estas alturas la tiene– pasa por reprogramar y racionalizar el modelo, no por abolirlo. Los desafueros nacionalistas necesitan sin duda un severo tirón de bridas, pero el país en su conjunto no debe ni puede permitirse un desahogo radical de arbitrismo jacobino. Que además, y por mucho que haya aumentado el desafecto, supondría una ruptura de las pautas de convivencia por falta de consenso.
La indignación ante el desmadre es un sentimiento legítimo. Sin embargo sería un error convertirla en un perjuicio objetivo. Vox tiene todo el derecho de proponer una reforma centralista de la Carta Magna, y sus partidarios el de apoyarla sin que eso les convierta en fascistas de la noche a la mañana. Pero el resto de los agentes políticos está ante la obligación de demostrar que es una mala idea, un remedio contraindicado, una conclusión desenfocada. Y para eso lo más útil es empezar admitiendo que está pendiente una revisión necesaria.