José maría Salbidegoitia- El Correo
Hace unos años Artur Mas dijo que el ‘procés’ se basaba, a partes iguales, en las instituciones y en la sociedad catalana. Posteriormente se comprueba cómo la ANC (Assemblea Nacional Catalana) va marcando y controlando la hoja de ruta del independentismo y, recientemente, Quim Torra ha declarado que «la sociedad civil es la verdadera estructura de estado de Catalunya».
El hecho es que en Cataluña asociaciones sociales hayan suplantado competencias de las instituciones públicas ha obligado a partidos políticos a no presentarse en las elecciones (JxSi). esas entidades han impuesto no solo sus candidatos, sino la presidencia de las instituciones (Parlament y Generalitat). Sus responsables han dado órdenes a la Policía, se les ha visto sentados en sesiones del gobierno de instituciones, coparticipando en decisiones políticas relevantes, etc.
En las sociedades democráticas existen grupos de presión, corporaciones, asociaciones sociopolíticas y de otro tipo que tratan de influir en algunas decisiones políticas. Sin embargo, en el caso catalán, además de esto, se ha producido un fenómeno sociopolítico que ha traspasado las acciones de los clásicos movimientos sociales al tratar de suplantar a los partidos políticos y, en alguna medida, a las instituciones democráticas. Al parecer, ello está unido a la descomposición de CIU como partido y su transformación, en gran parte, en un movimiento sque obliga al conjunto del independentismo a renunciar a sus diferencias, minusvalorando los partidos y sobrevalorando las organizaciones sociopolíticas.
La aparición de este experimento sugiere una reflexión sobre la relación entre las instituciones, los partidos y los movimientos sociopolíticos en la sociedad democrática actual.
Los partidos son el cauce de la representación política y están obligados a controlar a sus dirigentes. Las instituciones públicas representan la pluralidad, garantizan los derechos de las minorías, permiten la alternancia, están coordibnadas entre sí por la lealtad institucional la responsabilidad de su presunción de legalidad. Los movimientos sociales ocupan espacios que no están cubiertos y tratan de influir en ambos ejerciendo pedagogía y presión social hacia partidos e instituciones, normalmente para que recojan sus propuestas.
Sin embargo, en el caso catalán hay aspectos que se salen de los modelos clásicos. En primer lugar, Torra en su investidura apostó por representar solo a una parte de los catalanes, algo extraño en democracia, ya que todos los presidentes al ser nombrados dicen que van a gobernar para toda la ciudadanía. Esta anormalidad política choca con los principios de gestión de la pluralidad propia del sistema democrático y solo puede ser entendida como portavocía de un movimiento social que se representa a sí mismo. La falta de neutralidad de las instituciones y la pretensión de ocupación por una parte social de todo el espacio público no tiene otro resultado que acabar con la convivencia plural.
En segundo lugar, la política siempre es diálogo, negociación y pacto, pero conceder tan grandes prerrogativas e importancia política a las organizaciones de la sociedad civil hace que sea muy difícil cualquier acuerdo. Estas organizaciones no tienen como razón de ser el negociar, transigir, ni compartir, algo que ven como una traición o rebaja de sus planteamientos. La interlocución en las democracias está institucionalizada. El hecho de que los movimientos sociales sean «estructura de estado» impide la interlocución y dificulta los acuerdos entre fuerzas políticas distintas debido a sus planteamientos maximalistas. Esto no tendría mayor implicación si los partidos e instituciones asumiesen las responsabilidades que les exige una sociedad democrática plural.
En tercer lugar, si las instituciones animan y promueven que algunas actuaciones sectarias las realicen asociaciones o grupos sociales sin responsabilidad política, estamos ante un experimento que conlleva la delegación de la responsabilidad política a organizaciones políticamente irresponsables. No hay democracia sin instituciones que representen a toda la pluralidad de la sociedad, por ello se rigen por la ley que es igual para todos. Debido a esta falta de responsabilidad política es planteable la unilateralidad, impropia de la democracia institucional y de partidos y fuera de la legalidad y lealtad democrática de toda institución pública.
Concluyendo, en la historia de las democracias se han experimentado distintas fórmulas para soslayar sus límites, y en el experimento catalán, en mi opinión, la fórmula de la unilateralidad es precisamente saltarse los principios y procedimientos de una resolución democrática de problemas. Para poder hacer ese salto se está combinando la irresponsabilidad y deslealtad de las instituciones, la minusvaloración de los partidos como cauces de participación y diálogo y la codirección política de organizaciones sociales tratando de expulsar a la mitad de la sociedad del espacio público.
Todo ello conduce a la parálisis y degradación institucional, a la dificultad de poder establecer cauces de interlocución y alcanzar acuerdos por planteamientos maximalistas y, en definitiva, al recorte del disfrute a toda la ciudadanía de sus libertades.