Juan Carlos Viloria-El Correo
En un momento en que es más necesario que nunca el talante para llegar a acuerdos por la fragmentación del abanico partidista, es cuando la hostilidad entre las fuerzas políticas está alcanzando el punto máximo de temperatura. Ataques personales. Insultos tabernarios. Descalificaciones ‘ad hominem’. Calificativos sustituyendo a argumentos. Fuego graneado al enemigo e incluso al potencial socio. El insulto ha llegado a manejarse con tal soltura en el lenguaje de la política que se ha convertido en un arma cotidiana. La competencia y la volatilidad de la bolsa electoral es tan intensa que todo vale para marcar territorio. Cada uno tiende a maximizar su posición y defender con uñas, dientes e improperios su propio espacio. Es lo que podría llamarse ‘el síndrome carapolla’.
La moderadora del primer encuentro ‘Diálogos civiles BCN&MAD’, la periodista Rosa Torres, se refirió al alcalde de Madrid, Martínez Almeida, del Partido Popular, en esos términos: «El alcalde Martínez, como todos ya sabéis, en Madrid le llamamos ‘carapolla’». Semejante desahogo en un foro público con las alcaldesas Colau y Carmena (ex) entre el distinguido público es un indicativo de la naturalidad con que el insulto y el escarnio se ha instalado en la batalla política entre partidos. Un virus que se retroalimenta de la calle al Parlamento y del Parlamento a la calle. Poco días antes el dirigente de Ciudadanos Juan Carlos Girauta se subió al caballo de la cólera, al parecer ofendido por unas sectarias manifestaciones de la vicepresidenta Calvo sobre los derechos de propiedad de la lucha feminista. («No es de todas, bonita. El feminismo nos lo hemos currado las socialistas»). Al ofendido, también periodista, por cierto, defendiendo el honor de la supuesta «bonita», Inés Arrimadas, no se le ocurrió otro argumento que sentenciar: «La genealogía del pensamiento socialista es un entramado de resentimiento y crimen». Haciendo amigos. También hay gestos que son peores que ofensas verbales.
Los muchachos de Podemos cruzaron otra línea roja en Zaragoza regateando su apoyo al recuerdo de un héroe de la democracia como Miguel Ángel Blanco. Lo de Alfonso Guerra con Adolfo Suárez tachándole de tahúr del Missisipi es un pellizco de monja en comparación con los misiles que se lanzan sus señorías. «Ególatra ansioso de poder»; «indecente, indigno, fascista, delincuente». Nunca como hasta ahora ha faltado en España en la clase política tanta inteligencia emocional. El libro de Daniel Goleman (Emotional Intelligence) está ya en las librerías desde 1995. El sicólogo estadounidense definió la inteligencia emocional como «la capacidad para gestionar mejor nuestras propias emociones». A la vista del componente emocional de la política en España (Cataluña todavía es España), muchos políticos deberían releerlo. Aunque, a juzgar por su coscorrón a la moderadora que llamó «carapolla» al alcalde de Madrid, Manuela Carmena es una de las que lo ha leído y no lo ha olvidado.