José Antonio Zarzalejos-EL CONFIDENCIAL
Sánchez e Iglesias se siguen detestando, desconfían el uno del otro y compiten entre ellos, aunque ahora lo harán con mañas florentinas en vez de con garrotazos goyescos
A Pedro Sánchez le cuadra la sentencia de Aristóteles según la cual “el castigo al embustero es no ser creído ni aun cuando diga la verdad”. La durabilidad en política –con sus componentes de imprevisibilidad y volubilidad- es directamente proporcional a la credibilidad del hombre o mujer que se dedica a ella. Caben los errores, las malas interpretaciones de la realidad y las rectificaciones, pero cuando el político recurre a la mentira entra en caducidad. Y por eso, Pedro Sánchez ha caducado, aunque, como en los fármacos, sus principios activos sigan siendo efectivos un tiempo adicional al previsto en su envase.
Porque lo grave del preacuerdo entre Sánchez e Iglesias no consiste solo en su inconveniencia para la buena gestión de los intereses del país (ya señaló el propio secretario general del PSOE cuáles eran) sino en la impostura que implica. Es tal la pirueta política que ha perpetrado el presidente del Gobierno en funciones que ni siquiera ha tenido la entereza de explicar por qué lo que antes no era posible en absoluto (el pacto de coalición con Iglesias y Unidas Podemos) ahora sí lo es. Si con carácter previo a ese sorprendente y muy precario preacuerdo, Sánchez se hubiese dirigido a los españoles para descodificarles las razones de su giro copernicano, la ciudadanía hubiese sido, quizá, benevolente y eludido la consideración mendaz de la actuación del líder socialista para calificarla benignamente de errática.
Si Sánchez ha pasado de vetar al secretario general de Podemos a abrazarle y prometerle la vicepresidencia de su eventual Gobierno, no deberíamos tener duda alguna de que buscará el apoyo de ERC y/o de la izquierda radical ‘abertzale’ para lograr la investidura. No importaría en absoluto que los republicanos tengan al presidente de su organización y a otros de sus cargos dirigentes sentenciados en firme por sedición y malversación; tampoco que el partido de Junqueras haya sido el corresponsable del totalitarismo parlamentario del 6 y 7 de septiembre de 2017, o de la declaración unilateral independencia de Cataluña el 27 de octubre de ese año.
También parece cosa menor que el actual vicepresidente de la Generalitat –Pere Aragonès- haya firmado una declaración reclamando el derecho a la autodeterminación con Arnaldo Otegi, otro posible aliado para la investidura cuyo partido organiza los ‘ongi etorris’ a los etarras excarcelados. Tampoco sería decisivo que ERC haya hostigado a los Mossos d’Escuadra votando una comisión de investigación en el Parlamento catalán sobre sus prácticas profesionales en la contención del vandalismo en las calles de Barcelona. Y, en fin, no sería relevante que el republicano presidente de la Cámara legislativa catalana desobedezca al Tribunal Constitucional y cargos de su partido sigan alentando las movilizaciones callejeras que conllevan de continuo perjuicios graves y de distinta índole.
Explicó Sánchez que las elecciones del 10-N las exigían dos circunstancias bien fundamentadas: su desconfianza hacia Unidas Podemos que le ‘obligó’ a vetar a Pablo Iglesias, y su negativa a depender –por activa o pasiva- de los votos de los independentistas. Ha bastado un fracaso electoral de importantes dimensiones para que el secretario general del PSOE entrase en pánico y sin abochornarse –al contrario, ahora el proyecto de gobernar con UP es “ilusionante”- cambiase de criterio y lo que era pésimo en julio se haya convertido en deseable y valioso en noviembre. Y toda esa secuencia de versiones ‘sanchistas’, sin solución de continuidad, carente de una disrupción explicativa.
A mi estimado Iván Redondo se le ha debido olvidar aconsejar a su mentor la lectura de ‘El arte de la mentira política’ de Jonathan Swift, una obra señera de la ciencia política (y del periodismo) escrita en el siglo XVIII que arguye con acierto que “la regla de toda mentira política es la verosimilitud”. O sea, una cierta sofisticación en los comportamientos falsos. Ocurre que lo que acaba de consumar Sánchez es del todo inverosímil en su autenticidad.
Por esa razón, entre otras, ¿por qué vamos a creer que va a cumplir lo que suscribió el martes con Iglesias?, ¿por qué hemos de dar por hecho que al secretario general del PSOE le importa más el Estado que el desempeño de la presidencia del Gobierno? En definitiva, el preacuerdo PSOE-UP es trascendente en lo bueno (la moderación que propicia el poder) y en lo malo (la pulsión extremista y destructiva de Podemos), pero es mucho más trascendente –en términos cívicos y democráticos- el ralo oportunismo y la impostura que implica. Sánchez e Iglesias se siguen detestando, desconfían el uno del otro y compiten entre ellos aunque ahora lo harán con mañas florentinas en vez de con garrotazos goyescos.
Por eso no llamó a Casado y volvió al ‘sanchismo’ de junio de 2018 que le hizo presidente por el artículo 113 (moción de censura) con la pretensión de conseguir ahora serlo por el 99 (investidura), ambos preceptos nucleares de la ya frágil Constitución de 1978. Pan para hoy y hambre para mañana.