Juan Carlos Girauta-ABC

  • «Entre las cosas que se van pudriendo con la nueva peste está ese enorme racimo de chorradas con que la desnortada izquierda contemporánea busca sabor, color y razón de ser en los últimos años. Los ofendiditos crónicos se han encontrado por primera vez en su vida con un problema real»

Robinson es un mito, y la soledad enloquece. Si nada humano te es ajeno, preocúpate antes que nada por los encerrados a solas. No sé si las múltiples instancias administrativas del país, que vienen justificando su existencia y su hipertrofia con una creciente invasión de nuestras vidas, están por la labor o, paradójicamente, se les ha escapado lo principal. El hombre, ser social, no es viable a solas.

Incluso acompañados, el encierro nos enfrenta, con el paso de los días, al aturdimiento y al extrañamiento. A poco que nos abandonemos, a poco que dejemos de apoyarnos en los libros, en las rutinas de trabajo en casa, en tareas pautadas, asomará el gran monstruo que siempre está al acecho: la falta de sentido.

La vida que vale la pena, por lo que a mí respecta, se resume en amar, en contribuir al orden contra al caos (en la acepción coloquial de la palabra) y en buscar y encontrar sentido a lo que va surgiendo. Por fortuna, nuestro cerebro viene bien dotado para lo tercero: rellena huecos, identifica patrones o, cuando es necesario, los inventa. Pero puede deslizarse, cuando vemos todo el tiempo las mismas paredes, hacia la náusea sartreana.

Contribuir al orden es una actitud menos automática, menos programada por la evolución, aunque también. Y es esencial en la situación presente. Como se va a prolongar, habrá que sacar fuerzas de flaqueza para combatir la entropía (como aumento del desorden), que nunca descansa.

El ser social se conforta con el minuto de agradecido aplauso a los sanitarios. También, en vecindarios con salero, compartiendo unas cuantas canciones con los altavoces mirando a la calle. A los más misántropos esto les enoja, y es cierto que el misántropo siempre ha gozado de predicamento, pero si él no necesita de estas breves expansiones, la mayoría sí.

Ahora que hay tiempo para todo, voy a volver a ponerme El cazador (Michael Cimino, 1978), aunque prácticamente me la sé de memoria. No importa. Siempre es un buen momento para aprender del personaje de Robert de Niro, empeñado contra viento y marea en introducir orden -vital, afectivo- en las vidas destrozadas de sus amigos. También en dotar de sentido las traumáticas experiencias de guerra, la pérdida de vidas queridas, el extravío y la locura del amigo. Recoge las piezas rotas de su grupo más inmediato y, mal que mal, las pega. El final simboliza la consecución de ese dificilísimo trabajo. Es un brindis que enaltece la memoria de los amigos muertos, de los mutilados y de la patria.

Ojalá en esta prueba terrible de la nueva peste hubiera aflorado algo de patriotismo europeo. Pero no. A quienes lo vislumbrábamos nos engañó un espejismo. No existe ni el embrión de unos Estados Unidos de Europa. Por supuesto que la tragedia en Italia, por ejemplo, nos duele. Nos duele más que otras porque el kilómetro sentimental sigue y seguirá vigente. Pero sentiríamos lo mismo sin la Unión Europea, y al constatar este fracaso, esta absoluta ausencia de algo parecido a un patriotismo europeo, reconozco un error. Me contraría recordar que cuando hablaba de «compatriotas europeos» en la campaña de 2014 al Europarlamento era puro voluntarismo lo que me movía. La Unión Europea no ha sido capaz de darnos ni una milésima parte del consuelo que puede ofrecer el Jefe de tu Estado en una intervención plana.

Es más, uno valora la calidez de Macron cuando se dirige a los franceses, y aun la crudeza sincera de Merkel cuando les suelta a los alemanes que se preparen para un contagio del setenta por ciento de la población. Y puede llegar a admirarlos… como algo ajeno. Nadie que haya hablado a los europeos en su conjunto ha sido capaz de conmover. Y conmover es lo propio de los artistas, siempre, y de los estadistas cuando pintan bastos.

Entre las cosas que se van pudriendo con la nueva peste está ese enorme racimo de chorradas con que la desnortada izquierda contemporánea busca sabor, color y razón de ser en los últimos años. Los ofendiditos crónicos se han encontrado por primera vez en su vida con un problema real. Unos se sacudirán para siempre agravios y emergencias imaginarios; otros se volcarán definitivamente en la realidad virtual, serán absorbidos, engullidos por las pantallas de sus teléfonos inteligentes, de sus tabletas y de sus ordenadores y saltarán al otro lado del espejo. Como en un episodio de «Black Mirror».

Los recalcitrantes de las ideologías destructivas, con el filósofo esloveno Slavoj Zizek en cabeza y los vendeburras podemitas en la cola, ven en el coronavirus la oportunidad de acabar con el capitalismo. Bueno, los vendeburras se inclinan también por aprovechar la catástrofe para liquidar la monarquía española. Pero centrándonos en la cabeza, es notable que Zizek haya lanzado su proclama desde «Russia Today», multimedia financiado por el Gobierno del país donde impera el capitalismo más salvaje del orbe. Un capitalismo sin reglas fundado en la apropiación de las grandes industrias rusas por parte del aparato comunista al extinguirse la URSS.

Perseverarán en el aprovechamiento ideológico de la pandemia. Eso es seguro. Mucho menos lo es que obtengan algún resultado. Su lucha está condenada al fracaso porque el capitalismo es lo que brota espontáneamente. El capitalismo es inherente a la sociedad, y todo lo que pueden hacer los anticapitalistas contra esa articulación natural es tratar de erradicar los intercambios por la fuerza bruta, como en las primeras etapas del comunismo real; aun así, el capitalismo respirará en el mercado negro. También pueden los anticapitalistas, que son como los antigravedad, permitir intercambios de forma muy restrictiva, privilegiando por supuesto a los miembros del partido y reprimiendo la espontaneidad en el resto. El capitalismo seguirá ahí, respirando algo más, pero agazapado.

O sea, que lo mejor que puede hacerse, dado que se trata de un fenómeno natural, es roturarlo, regularlo, prevenir la colusión, los monopolios, etc. Ese es el modelo europeo, estadounidense, canadiense o australiano. Sus ventajas son tan evidentes por comparación que no es preciso glosarlas. Quien necesite pruebas no admitirá pruebas, no pierdan el tiempo.