Rubén Amón-El Confidencial
La megalomanía de Pablo Iglesias ayuda a comprender el entusiasmo y la sobreactuación con que suscita la fantasía de un golpe de Estado. Tiene fina la piel el vicepresidente. Y tiene el oído más fino aún. Percibe el chasquido de los sables. E identifica una conspiración de picoletos y jueces cavernarios que Vox —y el lado oscuro del PP— urde para subvertir el orden.
No es una mera frivolidad. La hipótesis de un golpe de Estado desenfoca todas las fechorías del Gobierno, subordina la atrocidad del coronavirus y encubre la montonera de los escándalos políticos, ninguno tan nauseabundo como el pacto del pasamontañas ni tan evidente como la crisis de la Guardia Civil que Marlaska aspiraba a domesticar en un problema administrativo.
Iglesias se ha propuesto emular la frustración de Casandra. Nadie creyó a la sacerdotisa cuando vaticinó la caída de Troya. Y nadie se cree a Pablo cuando proclama el oráculo de la gran conspiración, pero la intoxicación le permite distraer la bolita —Iglesias es un magnífico trilero—, señalar la amenaza de la extrema derecha e identificarse a sí mismo como el garante de la democracia. No es arbitrario el lugar que ha elegido para ‘protegerla’: el Parlamento. Allí le ha atribuido al PP la insurrección latente de la Benemérita y ha convertido a Vox en el brazo político del amotinamiento: “A ustedes les gustaría dar un golpe de Estado, pero no se atreven”.
La teoría de la conspiración no solo es tramposa e irresponsable. También implica un ejercicio de obscenidad que degrada la memoria parlamentaria
No tiene disculpa el comportamiento de Iglesias, por mucho que se jacte de su munición incendiara. La teoría de la conspiración no solo es tramposa e irresponsable. También implica un ejercicio de obscenidad que degrada la memoria parlamentaria. Fue en el Congreso donde los tricornios precipitaron el 23-F. Y es en el Congreso donde Iglesias ha improvisado una grotesca analogía golpista de la que él mismo quiere prevenirnos. El sabotaje al Estado es tan perfecto —guardias civiles, magistrados franquistas, parlamentarios extremoduros que la prensa filopodemista ha incorporado la clave eclesiástica: ¡Pérez de los Cobos es del Opus!
En realidad, los peligros que amenazan la pureza de la democracia española no son los que ha identificado Iglesias, sino los que él mismo suscita o encubre. Uno es el comadreo con el soberanismo y la vergüenza que implica la alianza con Bildu. El otro problema ha sido y es el abuso del estado de alarma. No en sus obligados requisitos sanitarios, sino en la prórroga de un estado de excepción que consolida la bicefalia de Sánchez-Iglesias, restringe excesivamente las libertades y fomenta un obsceno régimen de propaganda político-mediático.
Crispación y colisión. Iglesias es consciente de su cometido en la piromanía de la discordia. Y lo ejerce como un profesional. No ya exagerando la batalla del bien (la izquierda) contra el mal (la derecha), sino convirtiendo el fantasma del golpismo en un movimiento disuasorio y en un argumento aglutinador que empalma a los partidos soberanistas, más todavía cuando esta misma semana Pedro Sánchez necesita recuperar los números que habilitaron su investidura.
Es la perspectiva desde la que Iglesias ejerce su papel de arbitraje y proselitismo entre las fuerzas nacionalistas. Ha querido aglutinarlas renegando del Supremo y clamando por la libertad de los Jordis. Y ha convertido semejante excentricidad en el bálsamo de la resurrección de Frankenstein. Podría reaparecer el miércoles con ocasión de la sesión de la prórroga del estado de alarma. Y nos demostraría que Sánchez ha recuperado los números de su investidura. Porque no hay un plan alternativo a él mismo. Y porque su camino de supervivencia no tiene límites éticos ni estéticos: ahí está Iglesias inventándose un golpe de Estado para demostrarnos que el gran problema de España no es el coronavirus, sino las derechas.