Chelo Aparicio-Ego Non

Tiempos extraños, donde se reprueba el recuerdo de lo traumático más reciente y se propaga con fuerza el infierno del pasado, el de la guerra civil española, en un mecanismo que reaviva a los dos bandos hoy irreconocibles y mezclados. Se dice que recordar las negras imágenes de un país que renacía a la democracia en los años ochenta, a esas madres, esas esposas, esos féretros, los cientos de vidas rotas por el terrorismo de ETA, miles si abarcáramos a los heridos y a los acosados desplazados, resulta un impedimento para “mirar al futuro”; un déficit democrático.

De modo que recordar hoy las fechorías de ETA con cualquier motivo es “usar el terrorismo como arma política”, manosear a las víctimas o arrogarse una representación de un colectivo. Cualquier crítica al papel estelar que el Gobierno PSOE-Podemos otorga al viejo brazo político de ETA (con algunas adherencias) -EH Bildu- es despachada en estos términos. El destinatario en este caso es el PP, siempre es estratégico identificar a un único enemigo, aunque en él quepan los mensajes de otros partidos del centro y derecha (centrada o radical) como Cs y Vox. “El PP utiliza el terrorismo” es ya un axioma irrefutable, instalado en las tertulias, redes, tribunas de parlamentos y, en definitiva, en una gran parte de la opinión publicada.

Cómo borrar esos hechos. Cómo encajar que aquellos voceros amenazantes sean hoy los elegidos para los acuerdos de gobierno. Las declaraciones de Arnaldo Otegi (hoy en EH Bildu) se emiten acríticamente en los telediarios, cuando anuncia que vienen a “democratizar España” y a evitar que “gobierne la ‘derechona’”, asentado ya en esa superioridad en la que le ha hecho un hueco la izquierda política. El vicepresidente del Gobierno le asigna un papel en la “dirección del Estado”. No, esto no ha sido de golpe, sino paso a paso; después de que, en 2007, tras la negociación política del gobierno socialista con ETA, Otegi fuera definido por el presidente Zapatero como “un hombre de paz”. Las críticas de socialistas ilustres quedaron en el olvido. Los análisis de Juan José Laborda, Juanjo Solozábal, Andrés de Blas, Juan Manuel Eguiagaray, Javier Solana, Claudio Aranzadi, Joaquin Almunia, entre otros, artífices del debate socialdemócrata que gobernó nuestro país, están ya en el pasado.

Hoy se esgrime la “oferta” a ETA que dio en su día Alfredo Pérez Rubalcaba, vicepresidente de Gobierno con Zapatero y actor principal en la negociación política con la banda, en 2006: “O votos, o bombas”, como prueba de la legitimidad de la sigla heredera de Batasuna, como si la disyuntiva en la que les colocaba contrajera la aceptación política y moral de las ideas políticas de los terroristas. Eran “votos”, como los que habían tenido durante dos décadas en las que fueron legales, aunque formaran parte del entramado de ETA y no asistieran asiduamente a las instituciones; “o bombas”; es decir: sin siglas legales, ni votos ni representatividad. Era la relegalización lo que estaba en juego. Había pasado ya el tiempo de las propuestas de Loyola que traían concesiones al nacionalismo de ETA para la integración futura de Navarra en la Comunidad Autónoma Vasca –“menos mal que no salió”- dijeron entonces personalidades del Partido Socialista tras levantarse de la mesa el representante de ETA. Eso ya había pasado. “Y si no aceptan” (las condiciones), cuando la banda ya estaba vencida policialmente, “en el nombre de Dios, adiós”, escribió entonces un analista cercano a la negociación, emulando a los Acuerdos de Viernes Santo, en el proceso irlandés.

Atrás quedaba la Ley de partidos que hizo posible la ilegalización de Batasuna por el Supremo, en 2003, como resultado del Pacto Antiterrorista entre socialistas y populares. El acuerdo se firmó dos años después del Pacto de Estella, en la tregua terrorista de 1998, por el que las fuerzas firmantes -ETA y todos los partidos y sindicatos y asociaciones nacionalistas- se comprometieron a no acordar políticas con las fuerzas vascas no nacionalistas y a defender la “naturaleza política del conflicto” que había acabado con la vida de ochocientas personas. En plena excitación identitaria, el sindicato mayoritario nacionalista anunció: “El Estatuto ha muerto”.

Portavoces de las plataformas cívicas contra el terrorismo, provenientes principalmente de la izquierda, como reconocía Jaime Mayor Oreja, se emplearon en convencer a Rodriguez Zapatero (secretario general del PSOE desde el Congreso de 2000) de que se adelantaran al Partido Popular en la resistencia contra ETA, si lo que les preocupaba era confundirse con el PP. El germen de la desconfianza mutua estaba principalmente desde el PSOE hacia el PP, pero la falta de distinción de los terroristas entre un partido y otro a la hora de asesinar a sus cargos públicos engrasó la firma del Pacto Antiterrorista.

Han pasado veinte años, también desde la entrega del Premio Sajarov de los Derechos Humanos a “Basta ya”, organización que lideró junto al Foro de Ermua y otras asociaciones cívicas la lucha final contra el terrorismo. Los textos de aquellos intelectuales, que arriesgaron sus vidas por la libertad democrática, sorprenden hoy. Sin concesión alguna, denunciaron la merma de derechos de los ciudadanos no nacionalistas, “por ETA y el nacionalismo étnico y xenófobo” y de quienes pactaban políticas con la banda que excluían a otros vascos. El discurso de los “resistentes” mutó desde otras iniciativas valerosas y necesarias, como las del silencio por la paz, a la denuncia política. El punto de inflexión se plasmó en el manifiesto fundacional del Foro de Ermua, que acusó a los gobernantes vascos de responsabilidad en el deterioro de la democracia.

Hay imágenes inolvidables de aquellos socialistas y populares juntos -Mario Onaindía y Carlos Urquijo, entre ellos-, cubiertos con capuchas amarillas en la antesala de la muerte, recorriendo los jardines del Palacio de Ajuria-Enea. Cada uno exhibía una palabra en el virtual corredor: “concejal”, “periodista”, “disidente”, “ertzaina”, “guardia civil”, “juez”. Pero aquella unión entre socialistas y populares resultó efímera, como se vería poco después. Ya estaba agrietada antes del brutal atentado del 11-M, que rompió el país y los grandes consensos, y la desconfianza entre ambas fuerzas políticas no hizo sino aumentar.

Hoy, la rápida propagación de las redes sociales, que dificulta la contención intelectual, refleja esa deriva. Una diputada socialista afirma que los diputados de Bildu “son maravillosas personas” y otra difunde una viñeta con un señor del PP, envuelto en una bandera española, rindiéndose ante al emblema del hacha y la serpiente de ETA: “Sin ti no soy nada”, le dice el político. Y no hubo quejas en sus filas.

En una tertulia reciente en la radio pública vasca, un comentarista abundaba taxativo en el mantra de la “utilización” del terrorismo por parte del PP. La réplica fue sencilla: “¿Es utilizar el hablar de ello?” “¿Mejor -entonces- ni tocar ese tema?”. Bueno, contestó aquél: “Me dicen los colegas de Madrid que ya a nadie le interesa ese tema”. Curioso, respondí entonces. Quizás no les interese a los medios de comunicación, envueltos en otras batallas. En cambio, resurgen producciones literarias, audiovisuales, cinematográficas con gran eco social. El agujero moral que emerge, aunque se oculte.

Veinte años ya desde que algo comenzó a cambiar en la fisonomía de las ciudades vascas. Se hicieron visibles los primeros turistas entre las estaciones de Foster del Metro de Bilbao, en los pasillos del Gugenheim, o la pasarela de Calatrava, por la terminal de La Paloma, y entre las salas de Artium y en los flamantes Congresos del Kursaal. El País Vasco cambiaba de colores y sonidos. Se oteaba la esperanza. Sin embargo, los viejos discursos identitarios permanecieron custodiados, y la sombra de ETA se difuminaba hasta hacerse desconocida para los nuevos jóvenes. Los terroristas lograron con la disolución de ETA cambiar la percepción y el discurso de una parte sustancial de sus adversarios.


Chelo Aparicio es periodista.