- La derecha española, entre el baile de salón y la nostalgia de espadón
España vive hoy una lucha bizantina entre quienes defienden los modales y los ritmos de la vieja política (el principio de legalidad, la separación de poderes, la alternancia política y demás reliquias de los Estados de derecho de la segunda mitad del siglo XX) y quienes llaman a subirse lo antes posible al bólido que conduce Pedro Sánchez desde la moción de censura a Mariano Rajoy.
La primera opción la defiende el PP. La segunda, Vox.
Es la lucha entre quienes creen que la deriva actual es reversible hasta algún punto anterior a 2018, e incluso hasta 1996, fecha de la primera victoria electoral de José María Aznar, y quienes piensan que, cuanto más tardemos en aceptar una realidad que ha llegado para quedarse, menos oportunidades tendremos de influir en ella.
Sabrán en qué bando están ustedes si responden a la pregunta «¿es el escenario político español sólo la versión local de una tendencia general de las democracias occidentales o un fenómeno 100% nacional e intransferible obra de un político refractario al liberalismo como Pedro Sánchez?». Si optan por la primera opción, están ustedes en el bando de Vox. Si optan por la segunda, en el del PP*.
Es la lucha también entre quienes llaman a conservar el papel «institucional» de la derecha (consistente en poner orden en las cuentas públicas para que el PSOE pueda luego saquearlas de nuevo sin mayor castigo electoral) y quienes llaman a que la derecha adopte el perfil «revolucionario» y «transformador» de la izquierda.
Lo decía Víctor Núñez ayer: «Habrá que explicar cómo casa denunciar que este Gobierno está asolando las instituciones democráticas y el imperio de la ley con la llamada a que la protesta se canalice únicamente a través de lo que ya está de facto anulado«. Estaremos o no de acuerdo con Víctor, pero está bien tirado.
Ambas posturas son legítimas, pero son dos caras de la misma moneda y no solucionan el problema principal. Y voy a explicar el porqué.
No se puede decir que a Pedro Sánchez le haya costado muchos jirones de su traje transformar la democracia española en algo que (negarlo a estas alturas sería absurdo) se parece al régimen constitucional del 78 como un huevo a una castaña.
La mitología del Manual de resistencia podrá vender la épica que quiera. Pero si, después de manipular las votaciones en un Comité Federal del PSOE y provocar una crisis parlamentaria sin precedentes, a Pedro Sánchez sólo le costó una gira por las sedes del partido a bordo de un Peugeot 407 ser reelegido secretario general al grito de «no es no», es que los tiempos estaban maduros para su llegada al poder.
Guste o no la comparación, populistas como Gustavo Petro o Donald Trump, por poner ejemplos ambidiestros, nunca son causa, sino consecuencia de su tiempo, de la misma forma que la ola de antisemitismo desatada en Occidente por los ataques del 7 de octubre de Hamás contra Israel no es un cáncer generado ex novo, sino una célula latente que sólo estaba esperando al reactivo adecuado para aflorar.
España, en fin, no estaba esperando «a» Pedro Sánchez. Estaba esperando «un» Pedro Sánchez. Quizá ese Pedro Sánchez podría haber sido, en las circunstancias adecuadas, alguien del PP. Pero resultó ser del PSOE porque la placa de Petri socialista siempre ha sido más fecunda que la popular en las condiciones ambientales de una sociedad sociológicamente estatista como la española. España nunca ha sido un país filosóficamente democrático, salvo en momentos puntuales como el 78, sino un país en el que la democracia es vista como un instrumento para alcanzar el poder, no como un fin en sí mismo.
El error es considerar que Sánchez es la excepción, cuando es la norma. La excepción a la regla fue la Transición.
Porque ¿qué son los nacionalismos vascos y catalán, sino puro franquismo sociológico periférico? Es decir, puro caudillismo.
¿Y cómo calificamos ese «cualquier cosa para que no gobierne la derecha» defendido hoy sin complejo alguno por millones de socialistas y que reproduce palabra por palabra el eslogan tradicional de los nacionalismos vasco y catalán?
No, yo no aceptaría jamás «cualquier cosa» para que gobernara Alberto Núñez Feijóo, y ni siquiera lo habría aceptado para que lo hiciera Inés Arrimadas en su momento. Y eso me sitúa fuera de mi tiempo histórico y me invalida como parte de la solución que pide Vox. Pero también creo que cerrar los ojos a la realidad y empeñarse en tocar la gaita en un concierto de death metal no conduce a ningún lugar útil, como parece defender un PP que le está haciendo oposición al PSOE de 1995, no al de 2023.
Así que o interiorizamos que el concepto de democracia ha cambiado y que la pasta de dientes de los valores de la Transición no volverá jamás al tubo o no podremos hacer frente a este nuevo fenómeno sin quedar tirados en la cuneta de la Historia.
Uno sólo tenía que darse una vuelta este lunes por las redes sociales de la izquierda para comprobar hasta qué punto esta es hoy intrínsecamente indistinguible de la extrema derecha en España. «Pocos palos les han dado» decían los votantes del PSOE, calcando a la perfección los gruñidos primigenios de la extrema derecha cuando los que reciben los palos son los de la otra trinchera.
Y sólo hacía falta darse una vuelta por las redes sociales de la derecha este martes para darse cuenta de que el intento de capitalización de las protestas por parte de la verdadera extrema derecha obliga a darle la razón a esos votantes del PSOE, aunque sea con 24 horas de retraso: hay cabezas en las que un porrazo sólo puede mejorar las cosas, porque empeorarlas es imposible.
En realidad, esas dos Españas se merecen la una a la otra.
Pero en el mundo de los españoles pensantes, lo único que deberíamos tener claro es que Pedro Sánchez ha cambiado las reglas del juego y que pretende cambiarlas todavía más. Y esa es la única realidad a la que hay que dar respuesta. Lo otro es baile de salón o nostalgia de espadón.
* La respuesta correcta a la pregunta es «ambas».