Ignacio Camacho-ABC

  • No salimos más fuertes ni mejor de lo que entramos. Si acaso muchos salen bastante más pobres y otros más cabreados

Ni salimos más fuertes, como blasonó el Gobierno -dime de qué presumes etcétera-, ni mejor de lo que entramos. Si acaso, muchos han salido bastante más pobres y otros muy cabreados. Hubo un momento, allá al principio, en que la novedad y la propaganda nos crearon un aura de heroísmo impostado, como si esconderse por decreto, conectados con wifi y pertrechados de papel higiénico, fuese un rasgo épico de semidioses clásicos. Ha sido un sacrificio, sí, y con un coste socioeconómico muy alto, pero no un sacrificio voluntario; simplemente era el único modo, a esas alturas, de protegerse del contagio y tratar de evitar -aunque para eso resultó demasiado tarde- que la atención clínica entrara en colapso. Pero no nos

engañemos: los únicos héroes de la situación eran los que no estaban confinados, los que se jugaban la vida o la salud expuestos en los hospitales, en la calle, en las farmacias, en los servicios esenciales, en las residencias de ancianos, y ni siquiera fuimos capaces de sostenerles el aplauso porque nos acabó venciendo la rutina, la cólera política o el cansancio. Los demás tendremos que admitir que, descontando molestias e inconvenientes obvios, no ha sido para tanto. Hemos perdido tres meses largos, pero seguimos vivos, lo que por desgracia ya no pueden decir más de cuarenta mil conciudadanos. No veintiocho mil, como siguen sosteniendo los voceros del gran engaño, esos que sí han salido como entraron: intentando envolver con mentiras su fracaso, su incompetencia, su ocultismo y su caos.

Porque la duración del encierro ha sido proporcional a la imprevisión y la tardanza en tomar las medidas adecuadas. Porque mientras las autoridades de otros países se aprovisionaban de mascarillas, las nuestras fabricaban pancartas sin prestar atención a lo que con dos semanas de antelación sucedía en Italia. Porque durante el último mes, el estado de alarma se ha prolongado más como herramienta política que estrictamente sanitaria. Y porque el intento de crear una atmósfera indolora para que la población permaneciese ajena al drama no era más que una cortina de falsas esperanzas con las que tapar una pavorosa exhibición de ineficacia. La mayor acumulación de poder desde la refundación democrática sólo ha servido para que los gobernantes mostrasen su peor cara: la del sectarismo, la de la manipulación sistemática, la de la ineptitud, la del ventajismo, la de la pulsión autoritaria.

No, no salimos mejores ni con ánimo más positivo, tal vez ni siquiera más responsables; salimos más airados y más divididos. Poco queda de aquellos valores solidarios y de aquel aparente espíritu vigoroso del principio. Al fin y al cabo, en sólo 98 días no íbamos a dejar de ser los mismos. La gran duda pendiente es si de este experimento colectivo habremos aprendido algo que sirva para evitar el conflicto en la hipótesis verosímil de que haya que repetirlo.