Antonio Elorza-El Correo

  • Sánchez quiere la unificación de ideas, conductas y programas en el próximo congreso frente a una oposición interna convertida en disidencia a eliminar

Años 90. Al teléfono, Cristina Ramos, periodista de TVE. «No le conozco», me dijo, «pero creo que me ayudará. Está usted invitado a mi próximo programa, sobre capitalismo y socialismo en términos generales, con Antonio Garrigues entre otros. Alfonso Guerra (protagonista oficial del debate) me ha prohibido que se hable de la reciente huelga general. Piense lo que supone esto para mí como profesional». Así que me tocó sacar el tema para gran irritación del entonces vicepresidente del Gobierno. Omito su reflexión posterior. Cristina Ramos me llamó al día siguiente para darme las gracias. Tal vez pagó por el fracaso del veto. De la política pasó al corazón. Yo desaparecí de pantalla, algo a lo que estoy acostumbrado.

A partir de lo sucedido en un simple programa de un servicio público cabía inferir que su partido se encontraba bajo una mano de hierro: el que se movía no salía en la foto. Llegados aquí conviene advertir de que existían razones para que sucediera tal cosa, al margen del carácter autoritario del político. Al llegar la Transición, a excepción de ínsulas tradicionales como Asturias o Bizkaia, o de minorías activas (Sevilla), el PSOE era casi inexistente como organización, aunque sí fuera fuerte como expectativa. Fue un partido de aluvión, que creció desmesuradamente tras las elecciones de 1977 y con un caos ideológico visible en la ‘crisis del marxismo’, que estuvo a punto de provocar una explosión definitiva. Guerra lo tomó en su mano y lo convirtió en una eficaz formación casi militarizada.

La maniobra alcanza su máxima eficacia cuando se trata de eliminar a un rival competente en la cúpula. Ejemplo, Josep Borrell, víctima en su día. También oí una vez al exministro Corcuera, en un relato confuso, aludir al caso de la exclusión de Eduardo Madina para sucesor de Rubalcaba. Balance: poco donde elegir dada la camisa de fuerza, debilidad del debate interno y de los cauces orgánicos. Y con el recurso a las primarias, dominio absoluto del líder sobre el partido.

Solo faltaban la ambición y la voluntad de poder de Pedro Sánchez para que las piezas encajasen y la personalización del poder diera lugar a una transformación del carácter oligárquico, habitual en los partidos socialdemócratas; en un bloque monolítico cuya única función consiste en aplicar fielmente las consignas del jefe tanto en la actuación política cotidiana como en la movilización. Más aún: dado que la mentalidad política de Sánchez no es solo autoritaria, sino con manifiesta vocación de control total de las instituciones del Estado, la consecuencia inevitable será suprimir hasta el más mínimo signo de disconformidad (y, por supuesto, acabar con la que salga a la luz en las próximas discusiones precongresuales). No estamos en el territorio de Kelsen, sino de Carl Schmitt.

En octubre de 2021, el último congreso del PSOE supuso la exaltación de Sánchez como líder indiscutible de un partido que ofrecía una bien trabada profesión de fe socialdemócrata mirando a 2050. Signo tal vez de la autoría de Diego Rubio y su nutrido equipo. Pero lo esencial era el protagonismo del líder con el partido como portador de su pedestal: «Nuestro camino lo recorremos a hombros de hombres y mujeres que con orgullo llevan la militancia socialista».

Ahora, frente a una oposición interna sobre el pacto con ERC convertida en disidencia a eliminar, no bastarán la unidad y la disciplina en los portadores. Sánchez quiere unificación de ideas, conductas y palabras. El menosprecio y la descalificación usados frente a todo crítico, sea García-Page o Felipe González, revelan una visión de tipo soviético, requerida por el objetivo central del próximo congreso: asumir que la «soberanía fiscal» de Cataluña, antesala del concierto económico y del referéndum, representa «una profundización en el federalismo» (Montero). ¿Simple debate entre «modelos de financiación», como sostiene Sánchez? Sí, unidad de caja o privilegio. Un viraje no hacia un error, sino hacia un engaño monumental. El PSOE se prepara para dar un doble salto mortal, sobre sí mismo y sobre el orden democrático.