Se ha sugerido que José Luis Ábalos se vengará antes o después y que Sánchez peligra. Se ha comentado que Bolaños ha caído en desgracia y que es un jabalí herido. Y que Page, eterno aspirante, quiere ejercer ya como secretario general en prácticas. Se ha hablado de una purga masiva de barones por parte de Sánchez para garantizar su blindaje en el partido. Y se ha publicado que Óscar López muta de jefe de gabinete a ministro por haber perdido la confianza de Sánchez, por no ser vehemente en la defensa del matrimonio presidencial y por no creer lo suficiente en la inocencia de Begoña Gómez. O que el propio López, en esas tardes de Rasputín ocioso, impulsaba en secreto a Pilar Alegría como sustituta de Sánchez cuando alguien, quien sea, se proponga que caiga.
Pero la sucesión de Sánchez no es ningún debate. A lo sumo, un microdebate impostado, un entretenimiento de puro relleno informativo porque probablemente ni siquiera Sánchez sepa qué va a hacer de su vida. Y de la nuestra. Su propósito es perpetuarse todo lo posible, pero en realidad depende de terceros, esos socios que le castigan sin rematarlo porque a nadie le interesa esa defunción política. Si algo no tiene el PSOE, es precisamente un conflicto de liderazgo. Cuestión distinta es que ese liderazgo sea tóxico, y además esté desvirtuado por la cobardía de quienes ‘sotto voce’ creen que Sánchez ha perdido el norte a bordo de una bicicleta eléctrica, que ha perdido la perspectiva, que no controla el cálculo de daños, y que se ha refugiado en su propio narcisismo como mecanismo de autodefensa y sin proyecto político alguno. Es la cobardía, en efecto, de quienes lo creen y lo callan, como en el pasado Comité Federal. El debate sucesorio está zanjado sin siquiera haberse abierto.
La sucesión de Sánchez no es ningún debate. A lo sumo, un microdebate impostado, un entretenimiento de puro relleno informativo porque probablemente ni siquiera Sánchez sepa qué va a hacer de su vida
Los partidos, las militancias, son siempre expertos en diagnosticar problemas, enquistamientos, derivas y obsesiones dañinas para el proyecto común. Sin embargo, son nulidades en el hallazgo de soluciones por la simple evidencia de que el primer paso para ello es retratarse en público, quedar marcado, y además hacerlo a pecho descubierto sin el respaldo suficiente. Puede haber asomos puntuales de valentía, amagos residuales de arrojo, pero son movimientos inanes. Pataletas de sumisos gritones. El problema que más lastra a los partidos en España, como ahora al PSOE, es prevenir, enfocar, analizar y dirigir los periodos sucesorios, en los que el miedo, la incertidumbre, los egos, los rencores y las bofetadas se imponen sobre cualquier construcción lógica.
Repetir hoy que el PSOE, si quisiera, prescindiría de Sánchez, como en 2016, es un error. Es una entelequia basada en un supuesto estado de ánimo depresivo basado en la percepción de que sí, de que Sánchez está inmerso en un fin de ciclo. Críticos con el sanchismo o no, todos saben que ya no hay gestión política de la legislatura, sino un forzamiento legislativo del Congreso, el control absoluto de las instituciones, la laminación de cualquier disensión en el partido y la concepción del poder como algo puramente personal. El partido se jacta de que Sánchez puede gobernar al margen del Parlamento, del poder judicial y de las instituciones. Y ya lo asume con tal naturalidad e infantilismo que asombra. Porque el PSOE nunca fue esto…
El PSOE se jacta de que Sánchez puede gobernar al margen del Parlamento, del poder judicial y de las instituciones. Y ya lo asume con tal naturalidad e infantilismo que asombra
No existe ninguna operación de salvamento del partido. Ni hay nadie explorando cómo y cuándo medir sus fuerzas con Sánchez. Si de algo se ocupan los líderes es de impedir un repuesto en la recámara, una sucesión organizada y leal, aceptada por la militancia como espontánea y natural. Y menos aún, cuando un líder decide romper los códigos de la política tradicional y las pautas de la lógica que aconsejan rendirse, cuando ha perdido las elecciones, cuando carece de los escaños asociados suficientes para aprobar normas, o renuncia a tener presupuestos generales del Estado. Cuando ese líder, en definitiva, vive en la entelequia de creer que un día más en La Moncloa es un día más de gobernación. Podrá serlo de gobierno, pero no lo es de gobernación. Lo es solo de poder.
Los presidentes caen por tres motivos. Uno, una rebeldía inmanejable que permite aislar al líder hasta hacerle perder la autoridad, abocándole a dimitir. Sánchez aprendió bien la lección en 2016. Dos. Los apoyos parlamentarios que te sustentan decaen y la soledad provoca automáticamente la convocatoria de las urnas. Y tres. Una moción de censura con escaños alternativos te desaloja en una tarde y todo se acaba.
El PSOE no discute a Sánchez ni siquiera con la corrupción a rastras. Esa misma corrupción con la que sus socios se desgañitaban cuando provenía del PP y que ahora justifican mientras silban mirando al techo. Sánchez no gobierna. Se limita a mandar. Y manda todo aún.
En el caso de Sánchez, su éxito radica en haber logrado ya de modo irreversible la mutación del PSOE en algo escasamente reconocible. Y sabe que, al menos hoy, no se cumple ninguna de estas tres premisas. Ni siquiera con la corrupción a rastras. Esa misma corrupción con la que sus socios se desgañitaban cuando provenía del PP y que ahora justifican mientras silban mirando al techo. Sánchez no gobierna. Se limita a mandar. Pero manda mucho aún.