Ignacio Camacho-ABC

  • Todo gobernante autocrático sueña con un ‘ecosistema’ informativo silenciado hasta que la realidad lo acaba despertando

La democracia está degenerada y el regenerador que la regenere buen regenerador será. En esto no hay más remedio que estar de acuerdo con Sánchez, hasta tal punto que si lleva a efecto un tercio de las medidas de regeneración que ha anunciado, el Gobierno más degenerado y degenerador que han tenido los españoles desde 1977 tendrá que regenerarse a sí mismo. Por ejemplo, acudiendo una vez al año al debate sobre el estado de la nación, lo que no ha hecho en cinco de sus seis ejercicios. O publicando los datos de publicidad institucional, cuyo destino, método y detalles oculta sistemáticamente el Ejecutivo. También deberá rendir cuentas cada seis meses, cosa que tampoco hace, y dejar de interferir en los nombramientos de directivos periodísticos, como ocurrió en su periódico de cabecera al día siguiente de tomar posesión y sigue ocurriendo en los medios oficiales, y de vetar la presencia de profesionales incómodos en el séquito de sus viajes. Por supuesto, no podrá enviar a funcionarios del partido a recabar datos sobre jueces y comunicadores poco manejables. Ya con que cumpliese esto, obedeciera al Consejo de Transparencia y sometiese las encuestas del CIS a una mínima verificación de sesgo, la mejora sería suficiente para un discreto progreso, aunque aún resultaría más completa si el líder diera más y más frecuentes explicaciones en el Parlamento y tratase las instituciones del Estado con el respeto que merecen sus funciones constitucionales de control y contrapeso. Incluso podría probar, sólo probar, a ser sincero.

Sobre esta afición del presidente y de sus colaboradores cercanos a divulgar bulos y relatos falsos sólo cabe exigir cierto propósito de enmienda, toda vez que la mentira en política debería penalizarla el electorado y si no lo hace es porque está conforme con esa «ética del engaño» que el nuevo fontanero jefe de la Moncloa glosó en su tesis de doctorado. Alcanzar los objetivos fijados para una gobernanza más limpia constituiría un paso mucho más trascendente que el de intimidar, intervenir o regular los medios privados, propósito condenado de antemano al fracaso porque la libertad de expresión es un campo demasiado ancho para que le pueda poner puertas un autócrata de tres al cuarto con proyectos rescatados de rancios manuales autoritarios. Ya lo comprobará, como muchos otros mejores que también lo intentaron en vano. Si insiste acaso logre amedrentar a algún editor pusilánime, asfixiar alguna publicación o comprar –continuar comprando, más bien– unos cuantos apoyos mercenarios, pero imaginar un ‘ecosistema’ informativo silenciado es una ensoñación de la que la realidad lo acabará despertando. Tiempo al tiempo. Habrá turbulencias desagradables, episodios antipáticos, pero el armazón civil democrático no está –todavía– lo bastante degenerado para venirse abajo al primer empujón de un napoleoncito de segunda mano.