Gabriel Albiac-El Debate
  • No, ni el exterminio lo trajo a América el tan escueto contingente de marinos españoles que topó con aquella tierra no prevista, ni los autóctonos eran angélicos especímenes del «buen salvaje» rousseauniano

La historia de los hombres es una sucesión de horrores: horrores privados, públicos, horrores ocultos, exhibidos, vergonzantes, magnificados…

Los turistas que visitan la Gran Muralla no tienen por qué arruinar sus placenteras —y caras— vacaciones cargando con la culpa de los cientos de miles de desgraciados que fueron reventados bajos sus bloques para alzar esa magnificencia. ¿Cuántos benévolos aficionados a la arqueología lloran a mares su dolor ante el recuerdo de las miríadas de esclavos, de cuyos huesos no queda ni una mota polvo bajo el peso de las pirámides egipcias? Roma exterminaba a las poblaciones que se resistían a su avance: ciudades como territorios eran arrasados para que jamás renacieran; a aquellos de sus pobladores que no eran pasados por las armas, les quedaba el malvivir atroz de los esclavos. De las guerras de religión, quede la pirueta teológica de Arnaud Amaury en 1209 ante un Simon de Montfort que le consulta cómo distinguir, en la toma de Béziers, entre fieles y herejes: «Mátelos usted a todos, que ya Dios se encargará de distinguir cuáles eran de los suyos»… ¿El mundo de progreso que creía estar viendo nacer la ilustrada Europa en el albor el siglo XX? En fría estadística, la mayor matanza de la historia documentada. ¿Reclamar responsabilidades? Sí: a la especie humana. Solo que es una pizca complicado.

Discípula del inefable López Corredor, la señora Sheinbaum, que sucede ahora a su mentor en la presidencia de México, es sin duda un alma sensible. Sensible al dolor de aquel terrible mundo de hace medio milenio. Nadie sabría reprocharle eso. Nadie podría tampoco tomarse demasiado en serio la propuesta titánica de borrar el pasado, que ella daba ayer como motivo para excluir al Jefe del Estado español de los fastos exaltadores de la nueva presidencia. Para conceder entrada a tal honor, Sheinbaum exige, con Obrador, «que el Reino de España exprese de manera pública y oficial el reconocimiento de los agravios causados y que ambos países acuerden y redacten un relato compartido, público y socializado de su historia común». En suma, borrar el monstruo al que llamamos pasado. Reemplazarlo por un cantarín acuerdo entre políticos florales.

No, ni el exterminio lo trajo a América el tan escueto contingente de marinos españoles que topó con aquella tierra no prevista, ni los autóctonos eran angélicos especímenes del «buen salvaje» rousseauniano. En 1492, dos universos ajenos se cruzaron. Las fragmentadas poblaciones locales practicaban con esmero el arte de exterminarse unas a otras. Nada demasiado original: así son los bichos humanos. Que los recién llegados no parecieran deleitarse como es debido ante los ancestrales sacrificios humanos, no debió ser visto como muy cortés por la población indígena. Los asombrosos —y tan escasos— navegantes sellaron alianzas con unas de esas comunidades contra otras. Y acabaron por ser hegemónicos: lo cual revela, cuando menos, una cierta habilidad. La nueva tierra pasó de la edad de piedra a la modernidad del siglo XVI europeo en unos decenios. Los costes fueron altos: al precio de la guerra, se sumó el mucho más letal de la indefensión ante las enfermedades ignotas que toda población nueva carga consigo. Y ese cruce de grandes epidemias diezmó a todos.

Así fue. No pudo ser de otro modo. Fue. Y no hay manera de borrarlo. Los padres de la Iglesia enseñaban que ni siquiera Dios puede hacer que lo que ha sido no haya sido. Tampoco podría hacerlo un rey de España. Por más que Claudia Sheinbaum y su mentor se empeñen.