Eduardo Uriarte-Editores

Diversos factores, de origen voluntarista pero no siempre acertados, conformaron una transición política, su Constitución, y en ésta la articulación territorial del Estado, con el principal objetivo de escapar de una dictadura y crear un nuevo sistema mediante el consenso de las fuerzas con vocación democrática. En aquellas circunstancias, que condicionaban el comportamiento de los actores, dos factores se convirtieron en determinantes cara al futuro político español. El principal, el excesivo protagonismo otorgado a los partidos, partidos que salvo el PCE fueron apresuradamente creados con una carga de voluntarismo e ingenuidad que rápidamente fueron perdiendo, y la opción por una descentralización muy profunda, como antítesis del centralismo ejercido por la dictadura. Dicha descentralización se hizo bajo una concepción tradicionalista y el rechazo visceral, por parte de la derecha y los nacionalistas, del federalismo, consecuencia que hoy pagamos con un Estado de las Autonomías centrífugo.

Los citados factores serán especialmente determinantes para que cuarenta años después con excesiva facilidad el sistema del 78, según su generación desaparecía, pueda ser saboteado, mutado, desde dentro por un izquierdismo populista que se encaramó al poder con la única obsesión, como todo populismo, de no dejarlo. El excesivo protagonismo de los partidos, que pronto se desprendieron del voluntarismo, de su ingenuidad, mutuo respeto y búsqueda de consenso, potenció de manera inusitada, como un caso espectacular en Europa, un sistema definido con rigor como partitocracia. Partitocracia que fortalece el papel de los partidos frente al Estado, pero sobre todo crea en su seno una dinámica de enfrentamiento y sectarismo que rompe con el necesario espacio republicano común imprescindible con el otrora adversario. Bajo la dinámica de enfrentamiento y obsesión por el poder el marco legal acaba considerado   como barrera a conculcar ante los intereses del clan dirigente del partido.

Los partidos españoles, que como todo colectivo tiende a convertirse en un fin en sí mismo, iniciaron desde los primeros años del funcionamiento democrático una presión en todo tipo de instituciones y colectivos, que iban desde las asociaciones de vecinos a instituciones académicas y, por supuesto, la Judicatura. De esta manera, desaparecida la generación que hizo posible la Transición, y promovidas desde la cultura partitocrática de los partidos cuadros militantes cuya ambición de poder abandona cualquier atisbo de servicio público, un marco tan abierto a la buena voluntad de sus creadores se convirtió en espacio para todo tipo de tropelías políticas, asalto a instituciones, prácticas y legislaciones inconstitucionales, arbitrariedad, autoritarismo en la forma de gobierno (amén de la corrupción, hoy acrecentada, que desgraciadamente acompaña a la democracia desde sus orígenes).

Cuando este presidente se marche -si no hace lo de Maduro- es necesario reformar la Constitución actuando sobre aquellos aspectos que hoy ponen en peligro la convivencia política, como son el abuso del poder y la integridad territorial de la nación. Las prácticas autoritarias, la arbitrariedad, la colonización de las instituciones por el Gobierno, hace necesario poner límite legal a la democracia que nos otorgamos en la Transición, pues esa carencia de límites favorece el caos y el consiguiente autoritarismo. Riesgo que ya fue observado en los orígenes de la democracia moderna por sus propios padres fundadores: el esencialismo democrático destruye la democracia. En nuestro caso por el mismísimo Gobierno sostenido por todas aquellas fuerzas descaradamente dispuestas a destruir la nación española, es decir, la convivencia.

Tareas para después de la demagogia (a manera de rápido apunte).

El rey debe dejar de ser un convidado de piedra. Debe mediar en asuntos políticos cuando la situación sea crítica, debe tener la potestad de nombrar, bajo listas propuestas por los colectivos implicados, los cargos en las instituciones. Debe poseer la capacidad de llamar a consulta al primer ministro -desaparece la nominación de presidente del Gobierno-.

Hay que moderar a los partidos políticos, portadores de un radicalismo y sectarismo exagerado, producto de la dinámica impuesta por el sistema partitocrático, ajeno a las actitudes y comportamientos de la sociedad civil. Es necesario limitar su poder, su capacidad de influencia y presión en todos los ámbitos sociales, haciendo desaparecer las primarias como instrumento de presidencialismo, habilitar una reforma electoral desdibujando el dominio de las listas cerradas, otorgando independencia al diputado, e impedir por parte del Gobierno el nombramiento de los organismos institucionales, facilitando una mayor presencia de representantes ajenos a la pugna partidista.

Es necesario cerrar el sistema de descentralización convirtiéndolo en federal (modelo Alemán). El órgano político de control del sistema federal debe ser el Senado, una cámara reducida conformada especialmente para la representación de los gobiernos autonómicos, cuya misión principal será el visto bueno del proyecto de los presupuestos generales del Estado, así como el conocimiento y toma en consideración de los presupuestos de las autonomías. La cámara evitará las relaciones unilaterales Gobierno central con cada autonomía -antesala del confederalismo de nuestro Antiguo Régimen- poniendo en ejercicio permanente la conferencia de las mismas.

He aquí algunas consideraciones a vuela pluma.