Pedro J. Ramírez-El Español

Todavía en el siglo pasado un abnegado empresario catalán mantuvo una entrevista con Jordi Pujol en la Generalitat y recibió un claro mensaje: «Convierta usted su negocio en el más próspero de España dentro de su sector». No fue una sorpresa. Cada vez que el molt honorable abría su despacho a algún industrial, comerciante o financiero transmitía la misma consigna.

Incluso antes de ser presidente de la Generalitat -o sea a finales de los 70-, almorzando en un restaurante de la calle Fuencarral, Pujol me había dicho algo parecido con cierto aire de superioridad: «La misión de Cataluña es servir de locomotora de España, ayudarles a ustedes los castellanos a modernizarse». Prat de la Riba y Cambó hablaban por su boca: «La Catalunya gran a la Espanya gran«.

En Pujol pervivía así el sueño del imperialismo catalán con toda España como espacio vital. Y España entera contaba con la Cataluña cosmopolita de entonces como factor dinamizador. Ese era el subtexto de la frase de Juan Carlos durante la noche del 23-F: «Tranquilo, Jorditranquilo«. La marcha atrás no se va a producir, lo que tenemos entre manos seguirá adelante.

Es verdad que luego empezaron a pasar otras cosas -3% incluido- pero lo importante es que aquel empresario pujante hizo su trabajo con dedicación y eficiencia, implantando las mejores técnicas de gestión en su ámbito originario y expandiéndose luego a otros sectores. Año tras año, escalón a escalón.

Cuando Pujol dejó la Generalitat, Pasqual Maragall le dijo a nuestro hombre algo parecido. El crecimiento de lo que ya empezaba a ser un gran grupo industrial marcaba la pauta del peso de Cataluña dentro de España y el legado de la Barcelona olímpica precisaba de esa pujanza.

En años posteriores Montilla y el propio Artur Mas antes de iniciar la saga/fuga del procés corroboraron lo que, en definitiva, era un estímulo para consolidar el peso de la economía catalana en el mercado español.

Sin embargo, cuando llegó Puigdemont la conversación adquirió otro cariz. Las cartas quedaron sobre la mesa. «Yo soy independentista y mi proyecto es separar a Cataluña de España… ¿Usted qué hará?».

El empresario tragó saliva, se lo pensó dos veces, midió sus palabras y le contestó con un símil tan claro como prudente: «Mire, nosotros hemos ido subiendo peldaño a peldaño y ahora que ya estábamos empezando a pintar el techo, viene usted y nos dice que nos va a quitar la escalera».

El  terremoto del procés no consiguió retirar esa escalera por la que ascendía el empresariado catalán ni cortar ninguno de los demás nexos institucionales, jurídicos, políticos y sociales entre Cataluña y el resto de España. Pero todos los peldaños se tambalearon y la mayoría quedaron agrietados.

La lotería de las elecciones generales del 23 otorgó a Junts la llave con la que compró una amnistía diseñada con defecto de fábrica

De ahí la estampida de más de siete mil empresas, la disminución de la aportación catalana al crecimiento económico, el progresivo sorpasso de Madrid en términos de PIB y renta per cápita y sobre todo la pérdida de relevancia e influencia de Cataluña en la España constitucional. La presidencia de Torra estropeó más las cosas y la de Aragonés no arregló ninguna.

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Post nubila Phoebus. También esta vez después de las nubes empieza a salir el Sol. Este viernes en el Palau Macaya, Salvador Illa aprovechó la clausura del simposio «Barcelona Desperta!», liderado por Crónica Global, para exponer su hoja de ruta como noveno presidente de la Generalitat de la democracia. Aunque la resumió, con su cartesianismo habitual, en cuatro grandes propósitos; todos los caminos confluían en el mismo objetivo: reparar esa escalera.

Como dijo el barcelonés José Luis Bonet, presidente de la Cámara de España, «Cataluña se ha extraviado durante los últimos doce años». Ahora tiene la oportunidad de reencontrarse consigo misma de la mano de su primer ‘molt honorable filósofo’.

Tuve la impresión de que Illa quiere subir recto, apoyándose en los escalones torcidos de las concesiones de Sánchez a Junts y sus propios pactos con Esquerra y los Comunes

Ha sido una década de largo declive en la que Cataluña se arrastró por el valle oscuro de la conflictividad. Luego llegó la lotería de las elecciones generales del 23, otorgando a Junts la llave con la que compró una amnistía diseñada con defecto de fábrica (una doble catástrofe que arrastraremos el resto de la legislatura).

Pero cuando parecía que todo iba a desembocar en un fatídico reseteo del procés, otro giro de guión -fruto de la habilidad de Sánchez para explotar la guerra civil ‘indepe’ y arrebatarles la baza del victimismo– ha colocado en la Generalitat a un constitucionalista sin sombra de duda como Salvador Illa. Y eso ha empezado a notarse desde el minuto uno.

¿A qué precio? Todos sabemos lo que consta por escrito y cual es la precaria mayoría en la que se apoya el PSC. La incógnita es cuánto de lo comprometido llegará a pagarse, qué destrozo adicional ocasionará en el resto de España y qué podrá Illa conseguir a cambio. Es decir, qué ocurrirá en el nuevo tramo de esa escalera simbólica que ahora es a él a quien le toca ascender.

Se atribuye a Santa Teresa la frase de que «Dios escribe derecho con renglones torcidos«, inspiradora de la famosa novela de Torcuato Luca de Tena. Escuchándole el viernes, tuve la impresión de que Illa quiere subir recto, apoyándose en los escalones torcidos de las concesiones de Sánchez a Junts y sus propios pactos con Esquerra y los Comunes. Pero poniendo sucesivamente nuevas traviesas con vocación de peldaños que den firmeza a su impulso.

Las cuatro tablas de salvación que anunció parecen impecables: prosperidad, estabilidad, institucionalidad y colaboración. Pero no sólo dependen de él.

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Arropado por el presidente de Foment, Sánchez Llibre, por el consejero delegado de Criteria, Angel Simón o el de Endesa, José Bogas, principal operador eléctrico de Cataluña; Illa recurrió a la cacofonía de que el suyo será un gobierno «pro-prosperidad».

En realidad, quería decir ‘pro-business’ sin herir la susceptibilidad de sus socios de izquierdas. Pero todos los empresarios presentes -incluidos insignes catalanes que triunfan en Madrid como Jaume MiquelLuis Furnells o Albert Triola o alguno que ha apostado contracorriente por Cataluña como Juan Abarca– entendieron el mensaje.

Si Puigdemont no hubiera hecho la tontería de volver a escaparse, estaría hoy en libertad, liderando la oposición en el Parlament de Cataluña

De hecho, Illa lo cuantificó en forma de desafío: «El despertar de Cataluña debe suponer la recuperación de su liderazgo económico en España en términos de PIB». Jordi Alberich, economista jefe de Foment, lo había anticipado la víspera: «Madrid nos ha sustituido, pero podemos revertirlo».

Illa ya dio un primer paso clave anunciando que desbloqueará la ampliación de El Prat y sin duda habrá tomado nota del consenso empresarial que reclama la extensión de la vida útil de las centrales nucleares catalanas para ahuyentar el fantasma del desabastecimiento energético.

A todos los presentes nos quedó claro que el líder del PSC está moviéndose a uña de caballo hacia el centro, aprovechando el vacío que dejó Convergencia y que no ha sido capaz de llenar Junts. Las torpezas de Puigdemont, abducido por el maligno Gonzalo Boye que, según los conocedores de la corte de Waterloo, «influye en él más que cualquier amigo o su mujer», le están dejando libre el espacio.

Si Puigdemont no hubiera hecho la tontería de volver a escaparse, estaría hoy en libertad, liderando la oposición en el Parlament, porque el Constitucional -presionado por Sánchez y el propio Illa- le habría excarcelado con unas cautelarísimas. En cambio, ahora tendrá que intervenir por plasma en el congreso de su partido, manteniéndose como rehén de Sánchez hasta que Conde-Pumpido se ocupe de su amparo y mientras Boye sigue perdiendo todas las batallas jurídicas en Europa.

Al compás de espera abierto por el cónclave de Junts hay que añadirle el aun más prolongado y con mayor incógnita que supone el congreso de Esquerra. La explotación por Junqueras del juego sucio practicado cuando él estaba en la cárcel y Marta Rovira en Suiza puede todavía golpearle como un búmeran, en una atmósfera asamblearia y cainita.

Pero la inestabilidad de Esquerra proporciona, paradójicamente, estabilidad a Illa. Dando por hecho que el acuerdo de investidura traerá anexos los presupuestos de la Generalitat, el nuevo president va a seguir disponiendo de unos meses de margen de maniobra poco menos que en solitario, mientras se reordena todo el tablero catalán. El propio PP tendrá que mover ficha si no quiere quedar perdido en una jungla desfasada.

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Parece claro que Illa aprovechará este tiempo valioso en el que los demás parecen con el pie cambiado para afianzar los peldaños de la institucionalidad y la colaboración.

No es de extrañar que, tras su audiencia formal con el Rey, la preocupación sobre Cataluña conviva ya en la Zarzuela con la satisfacción por la vuelta a la normalidad y la confianza de que eso contribuirá a diluir el impacto de la infame campaña ‘indepe’ contra Felipe VI.

Illa puede encarnar una nueva etapa en la que Cataluña se reencuentre con los valores de la Carta Magna

El Jefe del Estado nunca vacila al cumplir sus obligaciones, pero el ser humano que carga con la responsabilidad de ese ejercicio no puede ser insensible a la denigración sistemática de la que ha sido víctima.

Si la foto oficial de esa audiencia es sin duda una de las mejores imágenes del año, la de Illa con Pujol en la Generalitat se ha convertido en su complemento inteligente. Como en el caso de Juan Carlos, será difícil que la sociedad perdone a Pujol su venalidad y la de su familia, pero también es cierto que sus veinte años de gobierno sentaron -en lo bueno y en lo malo- los cimientos del autogobierno catalán inserto en la Constitución.

La presencia de Miquel Roca en el acto del Palau Macaya fue, por cierto, toda una señal de que Illa puede encarnar una nueva etapa en la que Cataluña se reencuentre con los valores de la Carta Magna. Es obvio que para ello tendrá que elevarse por encima de esos peldaños torcidos que le han permitido llegar al cargo.

De hecho, la misión hoy por hoy casi imposible de Illa tiene que ver con ese propósito de colaboración con el resto de España que completa su cuarteto de prioridades. Por mucho que ponga su mejor cara cuando empiece reuniéndose con sus vecinos y homólogos de Aragón y la Comunidad Valenciana, por mucho que tenga además la suerte de que tanto Azcón como Mazón son como mínimo tan cordiales, moderados y pragmáticos como él, lo pactado con Esquerra en materia de financiación será un obstáculo insoslayable.

Podrán ponerse de acuerdo en muchas cosas de menor rango, pero la pantera egoísta y prepotente de la insolidaridad, introducida en la habitación por un falso relato que Illa ha tenido que asumir de prestado, no dejará de estar ahí.

A menos, claro, que la declaración de intenciones sobre el concierto catalán choque con el doble muro de la aritmética del Congreso y la imposibilidad técnica de llevarla a cabo. Illa siempre podrá decir que los incumplimientos no dependen de él.

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Observando la conducta reciente de Salvador Illa no he podido dejar de pensar en el primer capítulo de la monumental biografía de Josep Pla, publicada por su homónimo, que no pariente, Xavier Pla. Se titula «Ponerse el traje de otro» y describe la afición, rayana en el fetichismo, con que el gran escritor ampurdanés aceptaba vestimentas ajenas.

«¿Qué os parece esta corbata? Me la ha dado Estelrich«, explicaba un día. «¡Mirad qué pantalones de vestir me ha regalado Mercadé!», anunciaba al otro. «Mire, hoy Garriga me ha dado un trajecillo flamante de verano y ahora parezco un millonario», aclaraba poco después.

Aunque también se trate de combatir una epidemia, la gestión del problema catalán no va a tener un desenlace tan concreto y lineal como el de la Covid

La traslación es bien sencilla: «¿Qué os parece esta amnistía? Viene de Sánchez»… «¡Mirad qué financiación singular y qué política lingüística me ha traído Esquerra, casi parezco indepe!»… «Fijaos qué trajecillo contra la bajada de impuestos me ha regalado María Jesús Montero, con una flor roja en el ojal de parte de los Comunes»…

Con la excepción de los calcetines -y supongo que de la ropa interior- Illa ha tenido que ponerse, de buena o mala gana, unos cuantos atuendos prestados. Bien porque la política sea un baile de disfraces o porque hay veces en las que necesitas sentarte a una mesa en la que la etiqueta la marcan otros.

La cuestión fundamental es si por hacer discursos sólo en catalán ha dejado de apadrinar el bilingüismo, si por haberse comprometido a que Cataluña cobre todos los tributos ha dejado de ser partidario del consorcio fiscal incluido en el Estatut o si por no poder bajar los impuestos ha renunciado a hacerlo.

El propio Josep Pla nos aporta la respuesta: «Hace muchos años que visto ropa de otros y no creo que mi literatura se haya resentido por ello». También explicaba por qué era preferible llevar cosas que le vinieran grandes: «Los zapatos anchos se pueden encoger, y los estrechos inmodificables, son malignos».

El biógrafo se apoya en la metonimia y pronuncia su veredicto: «Pla es un personaje faústico. Está dispuesto a pactar con el diablo a cambio de ser escritor. Siempre está a punto para vender su alma si obtiene a cambio la literatura y el reconocimiento del mundo». ¡Cuánto me recuerda a Umbral!

¿Son así todos los políticos? ¿Qué motiva a un político a convertirse en ermitaño de su propia fe? Yo ya he visto de todo -me faltaba un Alvise– pero en la zona noble de la casa del recuerdo queda la lucha tenaz de un ministro de Sanidad novato que se puso la bata blanca de los médicos, la corbata de los empresarios, el jersey de los funcionarios y el cuello azul de los transportistas para que las vacunas contra la Covid se crearan, produjeran y distribuyeran en el mínimo tiempo posible.

Aunque también se trate de combatir una epidemia, la gestión del problema catalán no va a tener un desenlace tan concreto y lineal. Entre otras razones porque su dimensión histórica nos impide constreñirlo a una o varias legislaturas.

Subiendo los peldaños torcidos de esa escalera que otros trataron de hundir yo veo a Illa en el tramo ascendente de una de esas curvas planas con forma de ocho -lemniscata- que siempre te obligan a pasar por el centro y que han terminado convirtiéndose en el símbolo del infinito. ¿Por qué el infinito? Quizá porque el itinerario de un viaje en común suponga mucho más que una abúlica conllevanza.