Antonio Elorza-El Correo

  • Vamos hacia una mutación constitucional con la concentración de los tres poderes

Valle Inclán lo reveló hace un siglo, en las páginas de ‘Luces de bohemia’: la vida política española se caracterizaba por una deformación reiterada de la realidad, fundiendo lo trágico y lo grotesco, lo supuestamente grandioso y lo ridículo. Era el esperpento, comparable a la deformación de las imágenes por dos espejos, uno cóncavo y otro convexo, de una tienda en el centro de Madrid.

La cosa venía de atrás y los ejemplos son múltiples. El favorito Manuel Godoy dio ya un primer recital, entre otras perlas, anticipándose a Eisenhower al proponer un desembarco en Normandía para acabar con la Revolución francesa o informando a su dulce María Luisa que Trafalgar había sido «un feliz combate». El más trágico y olvidado en la España contemporánea es tal vez el de los «últimos de Filipinas», que no fueron los resistentes numantinos de Baler, sino los 10.000 hombres abandonados a su suerte por el Ejército al perderse las islas.

Hay también esperpentos bien intencionados, como lo fue la rendición de Santoña, o lo es el más reciente de Caracas con dos esbirros de un dictador coaccionando y fotografiando a placer en un espacio diplomático español. El incansable Zapatero nos prepara uno mejor para fin de año al organizar una celebración de los derechos humanos… en Pekín.

Más allá de estos episodios, es la actual situación política de España la que únicamente puede ser entendida por medio del espejo cóncavo. En primer plano, un protagonista individual, nuestro presidente, lleva a cabo paso a paso una mutación del régimen constitucional, la democracia representativa consagrada en 1978, en el sentido de una concentración de los tres poderes en su persona, la conversión de su partido -el PSOE- en un bloque monolítico bajo su mando y la pretensión recién confirmada de instaurar la «intervención» sobre los medios de comunicación, susceptible de acabar con «el fango» y «los bulos». Léase en un movimiento convergente con el de acabar con toda resistencia de la judicatura, pretende eliminar unas informaciones y unas críticas que no solo atentan ya contra su voluntad de poder, sino que contravienen el principio de inviolabilidad que asigna a su entorno personal.

Cerrando el círculo, ese encastillamiento requirió desde su gestación una fractura del principio democrático originario de isegoría, de una libertad de expresión que ha de asentarse sobre una información veraz del Gobierno y la consiguiente discusión abierta en la sociedad y con la oposición. En vez de esto, encontramos la versión siglo XXI de los ‘arcana imperii’, de los secretos del poder propios del absolutismo clásico. En lugar de informar, supuestas evidencias que avalan cada decisión del presidente, consignas y, sobre todo, descalificación de cualquier crítica desde una lengua de palo que siempre acaba culpabilizando a la oposición. Hay ya un LPS, un lenguaje Pedro Sánchez, cristalizado, para la comunicación, producto del ‘braintrust’ (o ‘brain army’) de La Moncloa. De la ley de amnistía al pacto sobre la «soberanía fiscal» (perdón, «singularidad») de Cataluña, hasta la crisis de Venezuela, siempre el mismo patrón.

El esperpento resulta de que una vez instalado ese poder excepcional de un hombre, con vocación de permanencia, su Gobierno es incapaz de ver aprobada una sola ley con normalidad y registra, una tras otra, derrotas en el Congreso. Como se ha visto con los Presupuestos, tiene que comprar votos al precio de fragmentos de Estado. Está atado por sus alianzas con partidos cuyo objeto no es la gobernabilidad del Estado, sino afirmar su soberanía frente a ese Estado. En números, sus escaños les bastan para ello y poco importa que en Cataluña hayan perdido electores. Es cuestión de utilidad marginal del voto.

Así las cosas, de las estrategias y de las fuerzas en juego, el punto de llegada de esa apoteosis de Pedro Sánchez puede ser un esperpento político de peores consecuencias que su precedente. Un poder personal, no sometido a la división de poderes, y por lo mismo tampoco a la ley fundamental, que sirve para establecer una falsa confederación -con el aval del Tribunal Constitucional-, asentada sobre las relaciones bilaterales con dos cuasi-Estados, Catalunya y Euskadi, gozando de una posición económica privilegiada, uno por razones históricas; otro, el mayor, por el pacto con Sánchez. Otegi ha sabido ver la importancia de las declaraciones de Salvador Illa, socialista: habría dos naciones auténticas, la catalana y la vasca, que pactan con un Estado, España. Dentro del actual Gobierno hay quienes, como el ministro Urtasun, ya lo ponen en práctica.

Cabe esperar que se desarrolle una estrategia de puja en el interior de cada comunidad (ERC-Junts, Bildu-PNV) y entre ambas para maximizar las concesiones. Ahora, al ponerse en marcha el proyecto de nuevo estatus, no Estatuto vasco, y la reforma en Cataluña, sería el momento para que el Gobierno se detuviese a pensar el problema. De ahí la alarma de los socialistas vascos. Pero la ceguera voluntaria ha sido demasiadas veces en España la causa del esperpento.