Ignacio Camacho-ABC

  • Una cierta derecha abraza un radicalismo más cínico que pragmático: le vale cualquier cosa que ayude a sembrar el caos

AAlvise Pérez, penúltimo cometa emergente de la rabia antisistema, lo han pillado en un feo tejemaneje de dinero negro cogido no se sabe si para financiar su partido, para pagar multas por sus falsas denuncias o para propio beneficio. Nada que no hayamos visto antes en el panorama político: un profeta disruptivo cuya conducta personal embarra de incoherencia su discurso flamígero. Dado que el asunto ha llegado a la justicia será ella la encargada de dilucidar, si existe o no delito; mientras tanto compete a los seguidores del flamante eurodiputado decidir si los hechos merecen un reproche ético suficiente para retirarle el notable apoyo que le habían concedido. Y esto es lo interesante de la historia porque incide en un fenómeno clave de este tiempo confuso: el blindaje moral del populismo.

Por ahora, y a tenor del debate suscitado en las redes y los canales de mensajería, una parte de los simpatizantes ha mostrado su decepción ante la rápida disipación de la aparente propuesta regeneracionista. Habían abandonado a Vox por parecerles demasiado convencional, o demasiado contemporizador, y se sienten frustrados, en un estado de orfandad crítica. Sin embargo, otra porción no menos significativa no sólo no afloja en su adhesión sino que la reafirma, ratificando en gran medida –distancias obvias aparte– aquella hipérbole de Trump sobre la fidelidad que sus votantes le guardarían aunque se pusiera a disparar a la gente en la Quinta Avenida.

El argumento básico de estos incombustibles partidarios consiste en que más grave resulta la venalidad del otro bando. Han visto a ciertas élites de izquierda entrar a saco en los contratos del Estado y ellos mismos se consideran fiscalmente expoliados, y están dispuestos por puro hartazgo a absolver como pecado venial cualquier corruptela que sirva para perjudicar a los adversarios. Más allá de eso, el clima de asfixiante polarización los ha empujado a un radicalismo más cínico que pragmático; quieren ruptura, indisciplina cívica, caos, y dan por bueno todo método o artefacto susceptible de ser usado para poner el sistema boca abajo.

En el fondo, ese sectarismo cerrado, del que Alvise no es más que una expresión extrema, representa el anverso de la letal teoría del frentismo, el revés de la moneda de la discordia estratégica. Con tal de impedir el triunfo de la derecha, muchos sedicentes progresistas han justificado la amnistía, la mentira, el blanqueo de Bildu, la reiterada revocación de criterios y promesas, incluso la cerrada defensa de familiares bajo sospecha de irregularidades serias. Y esa anuencia cómplice con la falta de respeto a las reglas acaba por reflejarse con desgraciada simetría en la otra acera. La consecuencia es una sociedad progresivamente degradada por una intransigente doblez recíproca que reclama limpieza en la casa ajena pero no es capaz de barrer su propia puerta.