Antonio Rivera-Nueva Forma
(Catedrático Historia UPV)
30 septiembre, 2024, /w.nuevarevista, net
- «Podríamos decir que el socialismo local, para sobrevivir y triunfar, se ha hecho a su vez postmoderno, en el sentido de evanescente, impreciso, inmediatista, cambiante», afirma el autor
El socialista español es el partido más veterano de nuestro país, con casi ciento cincuenta años de historia. A pesar de eso, la referencia contemporánea es la del último medio siglo, de la Transición para aquí. Ahí encajamos nuestra capacidad reflexiva más inmediata en lo que hace a su trayectoria y caracterización. En ese marco, es sencillo distinguir la primera mitad, que se corresponde con la tarea histórica de aquellos reformistas pragmáticos que modernizaron España, de la segunda, donde se destacan otros acreditativos bien diferentes. La contradicción patente entre la generación de Felipe González, los socialistas de la Transición (y del tardofranquismo), y el nuevo socialismo es de tal envergadura que los primeros pasan hoy por una fase de mutismo, invisibilización, enfado o incluso apartamiento voluntario y pase, en su extremo y excepción, a las filas simpatizantes de la oposición conservadora. Sus logros, la España a la que ya no reconocía «ni la madre que la parió» y la propia Transición como tiempo (o régimen) han quedado arrinconados en una historia del país que cambió localmente tras la crisis cultural del 11-M de 2011 e internacionalmente antes y después con la de la burbuja de 2008 y la pandemia de 2020. Entre aquello y esto, cualquier parecido puede antojarse pura coincidencia.
Tendemos en exceso a hacer lecturas domésticas, nacionales, de ese cambio producido dentro del socialismo patrio, pero, visto en perspectiva, se ajusta perfectamente a lo que también viene ocurriendo a nivel global. El socialismo ya no responde al modelo posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando representaba los intereses de una clase obrera numerosa, identificable (hacia adentro y desde fuera, «en sí y para sí»), organizada, necesitada de consolidar las mejoras materiales del pacto que dio lugar al Estado de bienestar y conectada orgánicamente desde sus estructuras tradicionales (sindicatos, sobre todo) con la expresión mayoritaria de su voto.
Una sociedad postindustrial y postmoderna
El de ahora se corresponde con una sociedad postindustrial y postmoderna. En relación a lo primero, es voluble y difuso en su composición social. La estructura de clases, lejos de desaparecer, se ha complejizado en tanto que el trabajo y la ubicación social ya no son los factores principales que identifican al individuo y a su relación con el conjunto. Las grandes concentraciones de contratación típicamente fabril se disolvieron tras el reajuste del mercado de trabajo mundial desde 1973 y solo se reconocen en los servicios públicos, donde el trabajador se percibe de manera diferente del clásico proletario. Además, la precariedad laboral ha contribuido a segmentar a la vieja clase obrera, generando multitud de intereses que no siempre se pueden articular desde la centralidad de los discursos y objetivos finales tradicionales (de clase). Los sindicatos, también sin desaparecer ni perder su influencia, no operan como «correa de transmisión» con expresiones electorales y se interpretan como funcionales, ajenos en realidad buena parte de sus asociados a la ideología difusa que transmiten (así, se puede votar a la derecha formando parte de un sindicalismo incluso radical). Buscar el voto se ha convertido en tarea compleja para el candidato porque no basta con asegurar la fidelidad de las direcciones sindicales, pues estas no se proyectan con seguridad en la posición de sus afiliados.
En esto segundo se descubre un ciudadano distinto. La sociedad de hoy es mucho más individualista en tanto que sus estructuras de vinculación (y organización) son mucho más difusas, precarias y débiles que las anteriores. Los individuos han descubierto una libertad volitiva que amplía sus escenarios posibles, pero que también les puede traicionar. Donde mejor se aprecia esto es en el mercado, convertido finalmente en un espacio donde cada cual puede realizarse personalmente, satisfacer sus instintos más profundos y variar a cada poco el objeto de su ambición. El capitalismo experiencial, sustituyendo relativamente a otro materialista clásico, expresa, sobre todo entre los jóvenes, las dimensiones de ese universo que desactiva notablemente el potencial de cambio social del socialismo o de diversas expresiones reivindicativas (aunque no todas).
En un campo similar opera la hipertrofia de la identidad característica de nuestras sociedades presentes. La sociedad postindustrial, satisfecha y aburrida, como decían los «sesentayochistas», y escéptica de las posibilidades de transformación social —el descrédito de la política—, es exageradamente identitaria, con sujetos que en este caso han descubierto las posibilidades de identificaciones múltiples e incluso cambiantes en diversos órdenes de la vida (no solo en el sexual y en el de género). La traducción de todo ello es, por un lado, una inconsistencia que ya detectara Bauman hace tiempo; esa sociedad líquida donde todo lo sólido se desvanece aún más y a más velocidad de lo que predijo el barbudo (Marx). Esa inconsistencia social se suma a los efectos antes señalados de la nueva realidad postindustrial, mucho menos articulada y organizada. Por otro lado, tenemos una adhesión intensa, provisional y cambiante a determinadas señas de identidad, tanto individuales como colectivas. Hablar de modas sería quitarles la importancia que tienen, pero es cierto que engordan procesos sociales en un momento y al poco se separan de ellos devolviéndolos a su estado natural y latente (el procés catalán es buena muestra).
El nuevo mercado de las demandas y del voto
La política moderna se soporta sobre la satisfacción del deseo; en ese sentido, sería otra relación mercantil más. El ciudadano renueva sus demandas y el político amplía en paralelo su cartera de ofertas (la agenda) tratando de satisfacerlas y ganar su adhesión. El resultado final es también un Estado cada vez más glotón, pues la política electoral termina en derechos del ciudadano que pasan a ser inmediatamente obligaciones del Estado.
Satisfechas las demandas materiales fundamentales de una parte importante de la población (empleo, salario, trabajo, vivienda, condiciones, servicios básicos), sus nuevos anhelos se han derivado también hacia lo intangible, hacia las llamadas «demandas postmodernas», donde los derechos personales (y la identidad) juegan un papel esencial. Sin desatender lo material —y atendiendo a los grupos más débiles socialmente, como demuestra la renta básica—, son las demandas y satisfacciones inmateriales las que cobran protagonismo en la política actual, las que parecen marcar el rumbo de esta. El derecho a una identidad satisfecha en lo sexual, en el género, en lo nacional, en la memoria del pasado, en identidades microgrupales, en lo racial, en la pertenencia a colectivos antes denostados o invisibilizados y ahora reivindicados como «distintos»… conforma buena parte de la política cotidiana. Ello ha abierto el espacio del socialismo (y de las izquierdas) a nuevos sectores sociales como los jóvenes (sobre todo las jóvenes), provocando a la vez un desplazamiento de otros clásicos, más vinculados a la clase (al trabajo) y sus consecuencias, y, sobre todo, ajenos, desconcertados y sin posición tomada respecto de esas novedades. Algo de confrontación generacional vuelve a advertirse, pero llevamos a vueltas con ella precisamente desde el lejano 68.
Además, las divisiones en la base electoral y social del socialismo se acentúan con las nuevas preguntas para las que no hay respuesta sencilla ni coincidente. Las políticas migratorias o la manera de frenar el auge de la derecha extrema son dos ejemplos de cómo las estrategias son diversas, y de cómo una parte de tu tradicional electorado se puede desplazar hacia otras opciones si no se aplican políticas realistas que respondan a los problemas de los que los tienen y no se conformen con proclamas genéricas y poco eficaces. El hecho de que la base social y electoral más sólida del socialismo sea ahora una clase media profesional y urbana, joven y preocupada por los derechos y libertades más que por la problemática social y material tradicional, dice mucho de estos cambios e incapacidades.
El nuevo socialismo
Podríamos decir que el socialismo de nueva generación, de Rodríguez Zapatero aquí, con Sánchez de epígono todavía más intenso y exitoso, supo ver la nueva sociedad que sus correligionarios anteriores habían contribuido a crear, pero no percibido. Algo de eso habrá, sin duda, pero se intuye sin muchas pruebas que ha habido más de acomodamiento a la novedad que de reflexión estratégica. Podríamos decir que el socialismo local, para sobrevivir y triunfar, se ha hecho a su vez postmoderno, en el sentido de evanescente, impreciso, inmediatista, cambiante y muchos epítetos más que hasta hace nada teníamos por negativos y que ahora vienen a traducirse por lo contrario, por resilientes, básicamente.
Con voluntad y capacidad para adelantarse a la novedad o simplemente con destreza para subordinarse a esta, dejemos ahora el acertijo, lo cierto es que el socialismo local, con esos cambios de política, ha sobrevivido a la amenaza de verse desplazado por los grupos que mejor representaban esa nueva realidad social. Los populismos a un lado y otro —y que se me disculpe la falta de imaginación— lo han hecho: banales, populistas, cambiantes, inconsistentes, irresponsables, poco profundos y nada fiables. Podría ser la definición del nuevo socialismo que mascullan en sus cenáculos todavía improductivos aquellos socialistas de los años setenta y ochenta ahora apartados y cabreados. Uno repite esa retahíla y le vienen a la cabeza ZP y Sánchez, sus formas, sus increencias, sus verdades a medias o sus mentiras manifiestas. Pero no nos equivoquemos: salvo que uno forme parte de aquella vieja guardia, siempre dejará un resquicio, un beneficio de la duda, para considerar que esa nueva política oportunista responde mejor a una sociedad que ya no es la suya que si nos pusiéramos a hacer profesión de fe de un socialismo serio que posiblemente enterramos aquí con Pérez Rubalcaba.
Claro, la consecuencia de optar por el mal menor del socialismo de nueva generación no es pequeña. Para no dejarse engullir por las formas populistas, se han hecho cargo de todo el paquete. El resultado engendra un peligro evidente. El PSOE actual se ha pasado al lado oscuro de su tradición histórica. Por ejemplo, compra el esquema de pensamiento de los nacionalismos subestatales o periféricos, o se apunta a antifascismos fuera del tiempo. Parece que lo hace como algo ineludible, para marchar juntos en la inevitable mayoría política antirreaccionaria, pero los hace suyos y se los cree, y así legitima presupuestos que levantarían de la tumba no a los que todavía no están ahí, sino a los Iglesias Posse o Prieto Tuero. En todo caso, se los echan a la espalda y los toman como necesidad inevitable para seguir haciendo políticas sociales de izquierdas. En ese juego acaban en el mismo acertijo endiablado que manejan las izquierdas latinoamericanas: ¿Qué hay que preservar antes, el Estado de derecho o los derechos materiales básicos de los peor tratados? Un acertijo engañoso porque se asegura la base material de estos mientras dejan de suponer tu base electoral y social, además de que ha quedado más que demostrado en la historia que los ataques contra el Estado de derecho y la democracia acaban siéndolo contra las condiciones de vida de los más desfavorecidos. En todo caso, adviértase que parte de esos desheredados atendidos por tu política social han dejado de votarte hace tiempo. Los cuerpos sociales de sostén del socialismo han variado: en algunos lugares se han quedado sin ellos y en otros simplemente los han intercambiado con éxito.
Lo cierto es que la confianza en el Estado de derecho que expresaron los socialistas viejos se ha visto sustituida por una indolencia con él muy preocupante. No apelo a convicciones inquebrantables —esos viejos fueron protagonistas de la España corrupta de los noventa o del crimen de los GAL—, sino a una seguridad establecida en algún sitio, incluso cuando la sorteaban por razón de Estado o de partido. Apelo a una cierta consistencia en unas creencias que ahora se echan de menos cuando la independencia y división de poderes se toma como algo irrelevante, cuando la vampirización de los órganos de control público se considera inevitable o inocua, o cuando la ausencia de estrategia política formalizada se considera síntoma de astucia y no de incapacidad. O cuando no se es capaz de distinguir entre Estado de derecho y democracia, que no son lo mismo, aunque deben ir del brazo. La contribución del socialismo local a la polarización extrema de la política local es consecuencia de esa razón de partido que comparte con su oponente y que justifica por el incierto equilibrio del sistema político hispano. Sin embargo, como no es privativo de España, habrá que considerar que no es el único culpable de que esto suceda.
Cambios drásticos que no se esperan
La esperanza de cambio es escasa. Un socialismo español jacobino, serio, responsable, dotado de una estrategia definida y determinada democráticamente por sus bases, o consciente de que como partido es solo un instrumento y no una finalidad (colectiva del grupo y personal de sus cuadros) posiblemente no tendría nada que hacer en el escenario a que ha sobrevivido y que ha contribuido a crear (iba a poner emponzoñar). Posiblemente sean más los electores dispuestos a moverse en la disputa en esa ciénaga donde lo único claro es lo perverso del contrario reaccionario y criminal (¡el PP junto con Vox!) que los partidarios de una clarificación del panorama político, un acuerdo de bases con ese enemigo y una rectificación de la manera de hacer política para no tener inevitablemente que hacer otra populista en sus formas. Desde hace casi un cuarto de siglo el socialismo español se ha metido en una deriva tal que, si al principio fue oportunista y necesaria para continuar siendo algo, a la postre ha cambiado su ADN al mutar su base social en parte, así como lo profundo de sus convicciones.
A la vez, el acusado personalismo de la política de partidos, que incluye notoriamente al PSOE, rebaja las expectativas para que las propias bases controlen a sus élites y determinen congresualmente las estrategias. El de noviembre próximo no parece, por lo visto meses atrás, que vaya a suponer un problema para la continuidad de una política que se identifica desde fuera y también desde dentro más «sanchista» que socialista. El afiliado convertido en groupie y el votante convertido en fan no anticipan nada bueno en la democracia interna de los partidos.
«Del pasado hay que hacer añicos», decía la canción, y el nuevo socialismo cumple como el primero con ello. El problema es que, visto desde la distancia, aparece como ese amigo que va de flor en flor sin posarse en ninguna, que debe, que te engaña, que no te puedes fiar de él. Le quieres, y sabes que es mejor que ese otro al que no te une nada, pero te acorrala la seguridad de que un día se dará el estacazo, y entonces todo su castillo en el aire se desplomará y ninguna de esas convicciones para la ocasión servirán. Entonces tu amigo, si quiere seguir ahí, necesitará de una larga travesía del desierto para recomponer sus huesos y la confianza que a pesar de todo le tuviste depositada. En ese accidente inevitable, porque llegará, porque el picaflor siempre acaba cayendo, algunos no remontan y desaparecen. Es un temor que acecha a todos los viejos socialistas que no han sido capaces de imponer su sentido de la responsabilidad al sentido de la oportunidad de esta suerte de socialismo. Es esa confianza maliciosa que tienen los aficionados en el delantero deslenguado y falaz, de los nuestros mientras siga metiendo goles, pero del que llevamos tiempo descreyendo privadamente sin que pase nada más.
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