Iñaki Ezkerra-El Correo

Racismo es que me pregunten al maquillarme si quiero que me aclaren el pelo para dulcificarme y no ser tan racial». Pienso en estas declaraciones de la actriz Carolina Yuste y me pregunto si era racista Bécquer cuando escribió aquella famosa rima en la que asociaba unas concretas cualidades psicológicas y morales a los distintos colores del pelo femenino: «Yo soy ardiente, yo soy morena,/ yo soy el símbolo de la pasión,/ de ansia de goces mi alma está llena (…) Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,/ puedo brindarte dichas sin fin./ Yo de ternura guardo un tesoro…».

Sin duda, el poeta incurría en un tópico cultural -el de la española sensual, fatal y temperamental- que ha gozado de una tradición y un predicamento incontestables en nuestra mitología patria, a lo cual han contribuido mucho los franceses: la ‘Carmen’ de la novela de Mérimée, que arrastraba a la perdición a un exmilitar navarro; la gitana de la ópera de Bizet, inspirada en la novela del anterior; la terrorista de Godard en ‘Prénom Carmen’, inspirada a su vez en la ópera de Bizet… En sintonía con ese mito está el estereotipo de la maja castiza de daga oculta en la liga y la española que «cuando besa es que besa de verdad» de Juan Legido y Los Churumbeles.

Lo siento por los berrinches que se lleva Carolina Yuste cuando la maquillan, pero el cliché se ha impuesto y ya no hay nada que hacer. La entrevista de la actriz me ha recordado a una amiga que ha interiorizado tanto el lugar común de la dulzura inherente al cabello blondo que dice cosas como «debería aprender a hacerme la rubia, o sea, la tonta y la de tensión baja porque soy demasiado morena y siempre tengo las de perder». Mi amiga más de una vez se ha buscado un lío haciendo esa clase de comentarios delante de alguna nórdica que se dio por aludida.

No. No sabría decir si había un prejuicio racial en Anita Loos cuando publicó en 1925 ‘Los caballeros las prefieren rubias’ o en 1927 la secuela ‘Pero se casan con las morenas’. Volvamos a Bécquer, que quizá era un racista platónico cuando zanjó la cuestión renunciando a la rubia y a la morena por una tercera inexistente y soñada: «Soy incorpórea, soy intangible,/ no puedo amarte./ ¡Oh ven, ven tú!».