Javier Tajadura Tejada-El Correo

  • Solo la dimisión de Álvaro García Ortiz permitiría superar el más grave daño a la reputación de la institución en toda la historia democrática

La Fiscalía General del Estado es una institución clave del Estado de Derecho. Se sitúa en el vértice de la estructura jerárquica del ministerio fiscal, que es una institución que funciona con órganos propios y no está integrada en el Poder Judicial. Es muy importante subrayar que, así como la nota definitoria esencial del Poder Judicial es la independencia en virtud de la cual nadie puede dar una orden o instrucción a un juez (ni siquiera otro juez de una instancia jurisdiccional superior), en el ministerio fiscal, en tanto es una estructura jerárquica, los fiscales superiores pueden dar instrucciones a otros, y el fiscal general, desde la cúspide de la institución, puede dar órdenes vinculantes a todos los miembros de la carrera fiscal.

El artículo 124.4 de la Constitución establece que corresponde al Gobierno nombrar al fiscal del Estado; su mandato coincide con el del Ejecutivo que lo designa. En este contexto, los sucesivos informes sobre el Estado de Derecho en España elaborados por la Unión Europea insisten en reclamar que se modifique esta regulación porque afecta negativamente y, en realidad, destruye «la necesaria imagen de autonomía» del fiscal general.

La «dependencia jerárquica» es imprescindible para garantizar el otro principio básico del ministerio fiscal (artículo 124.2 de la Constitución): la «unidad de actuación». La seguridad jurídica exige que todos los fiscales (unos 2.700 en la actualidad) interpreten la legalidad con criterios uniformes. Y la única manera de garantizar esa unidad de criterio es mediante el establecimiento de una estructura jerárquica que, reiteramos, culmina en la Fiscalía del Estado. Finalmente, el artículo 124.1 señala entre las muy relevantes funciones del ministerio fiscal la defensa de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos. Para ello puede ejercer acciones penales (acusar).

Este es el contexto que nos permite valorar la gravedad de lo ocurrido ayer: la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, por unanimidad, ha abierto una causa penal e imputado a actual fiscal general del Estado por un presunto delito de revelación de secretos previsto en el artículo 417 del Código Penal. Este tipo penal castiga a la autoridad o funcionario público que revelase secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de oficio o cargo y que no deban ser divulgados.

A Álvaro García Ortiz se le imputa haber revelado informaciones que presuntamente perjudicaron el derecho a la defensa de la pareja de Isabel Díaz Ayuso. Se trata de un caso de extraordinaria gravedad: a quien tiene encomendada la defensa de la legalidad y los derechos de los ciudadanos se le acusa de haber quebrantado la ley con la finalidad de perjudicar los derechos de un ciudadano. No existen precedentes en la historia de que un fiscal general haya sido imputado.

Tras conocer la noticia, Álvaro García ha anunciado su intención de continuar en el cargo para defender su inocencia y mantener el prestigio de la institución. La presunción de inocencia de Álvaro García no puede ser discutida, pero ello no puede hacernos olvidar que, pese a ella, la mera existencia de una imputación es incompatible con la dignidad institucional del cargo. Sobre todo, porque el propio ministerio fiscal tiene necesariamente que pronunciarse sobre la imputación; esto es, sobre si considera que existen, o no, indicios racionales de criminalidad en la conducta de su jefe.

Ante el absurdo que supondría que fuera el propio interesado quien tuviera que determinarlo, se ha dicho que deberá ser la teniente fiscal del Supremo -segunda en la escala jerárquica de la institución- quien deberá hacerse cargo de la causa contra su superior. Esta afirmación carece igualmente de sentido. La teniente fiscal es una subordinada de García Ortiz, que la puede destituir y no renovar en el cargo y a la que puede dar órdenes e instrucciones. La afirmación de que la teniente fiscal pueda actuar con autonomía es una pura ficción.

Todo ello nos lleva a concluir que nos encontramos ante la más grave crisis reputacional del ministerio fiscal de toda la historia democrática. Crisis que solo puede ser superada mediante la inmediata dimisión del fiscal general.

Se trata de una situación que explotó ayer con la imputación, pero que se remonta al momento en que el Gobierno de Pedro Sánchez nombró para el cargo a su antigua ministra de Justicia, Dolores Delgado, y tras su cese por razones de salud, fue relevada por su mano derecha, Álvaro García. Desde entonces, la Fiscalía ha actuado de forma coordinada con el Ejecutivo en todos los asuntos políticamente sensibles. Su imagen de «autonomía» ha sido completamente destruida y urge reconstruirla. Para ello insisto en la propuesta de reforma (del artículo 124.4) que llevo defendiendo desde hace más de veinte años para que el nombramiento del fiscal general se atribuya a las Cortes por mayoría de tres quintos.