Olatz Barriuso-El Correo

El pasado 12 de octubre, Día de la Hispanidad, Ione Belarra, que llegó a ser ministra, proponía en X trasladar la fiesta nacional al 15-M para conmemorar algo «de lo que podamos estar orgullosas» y no «un genocidio». Al margen del ímpetu indigenista, llama la atención el énfasis en celebrar una efeméride que refleja como ninguna otra la decadencia imparable de Podemos y el abandono progresivo de aquellos indignados primigenios de Sol. Suena más bien a intento oportunista de rentabilizar el estallido en la calle del eterno problema de la vivienda, que amenaza ahora con teñir de desesperanza a toda una generación, una tentación que no es exclusiva de los menguantes morados. También Pedro Sánchez se ha apuntado al bombardeo populista al clamar contra una España «de propietarios ricos e inquilinos pobres». Cabe imaginar la angustia vital de quienes son ambas cosas a la vez al tenerse que encasillar en la posmoderna lucha de clases jaleada por el presidente.

Resultó por ello saludable escuchar ayer al jeltzale Aitor Esteban poner las cosas en su sitio y recordar que, entre tantas apelaciones vacuas a declarar la guerra a los fondos buitre o al ADN de Colón, los fríos números señalan que el 85% de las viviendas en alquiler pertenecen a pequeños propietarios individuales, el 97% en Euskadi. Parece claro, por lo tanto, que la cosa va de equilibrar la vieja ley de la oferta y la demanda y sacar pisos al mercado en lugar de poner el foco en ganarse el voto del inquilino oprimido por el capital.

Los problemas llegan cuando toca plasmar las ideas en mayorías. El bloquismo y la dicotomía entre buenos y malos han gangrenado hasta tal punto la autopercepción de los propios partidos –especialmente en la escena vasca, donde las tres fuerzas mayoritarias apoyan en Madrid al Ejecutivo de Sánchez– que una cosa es despacharse a gusto en los plenos de control y otra dar la vuelta a las leyes, o incluso a los gobiernos, por la fuerza de la aritmética. Para el PNV resultó un alivio, de hecho, que Junts decidiera tumbar a última hora la ley para endurecer los alquileres de temporada, avalada por Sumar. De lo contrario, se habría visto en la necesidad de hacer de tripas corazón y votar a favor para salvar la cara al Gobierno. Incluso, ha llegado a verbalizar la advertencia a Sánchez para que mejor se esté quieto y no proponga nada, mucho menos veleidades izquierdistas, porque así es más fácil apoyarle.

En ese naufragio de la representatividad real de las ideologías se explica mejor la trasmutación del Presupuesto –en principio, la ley troncal que decide el reparto del dinero público– en salvoconducto político para «garantizarse» la legislatura. Las Cuentas, esas que el PP se teme que van a salir adelante, dejan así de ser un instrumento para redistribuir la riqueza común de acuerdo a unas políticas, o incluso un termómetro del apoyo real al Gobierno, y se convierten en un carísimo escudo, en un parapeto negociado a precio de oro en el bazar del Congreso para ponerse a cubierto del inclemente pedrisco –la inédita imputación del fiscal general, los tejemanejes de Ábalos, los pagos políticos a Bildu, el naufragio de la estrategia para neutralizar el ‘caso Begoña’– y seguir a toda costa en el poder. Caiga quien caiga.