Tonia Etxarri-El Correo

Con los nervios a flor de piel, pendiente ya no solo de lo que diga José Luis Ábalos sino de la manta que el comisionista Víctor de Aldama, en prisión incondicional, está a punto de tirar, Pedro Sánchez pronunció ayer la palabra maldita (para referirse a su propia casa) en sede parlamentaria: corrupción. En esa necesidad apremiante de tratar al que fue su mano derecha en el partido y en el Gobierno como una manzana podrida, como un caso aislado, Sánchez se refirió a «un caso de corrupción que lamento». Pero, a partir de ahí, se nubló su horizonte. Porque dio la espantada del hemiciclo justo cuando trascendió la noticia de la imputación del fiscal general del Estado por el Tribunal Supremo, por un delito de revelación de secretos. Por haber filtrado datos reservados del novio de Isabel Díaz Ayuso. Un delito castigado por el Código Penal en su artículo 417.

El empresario Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, se quedó en una situación de manifiesta indefensión por la actitud de la Fiscalía. Así lo considera el alto tribunal, cuya decisión ha sido tomada por unanimidad y la ponente del auto ha sido una juez de indudable perfil progresista. Por lo tanto, no hay dudas frente a su comportamiento abusivo desde su cargo en la institución. Es la primera vez en la historia de la democracia que un fiscal general resulta imputado.

La apertura de la causa penal contra el hombre de confianza de Sánchez en el Ministerio Público ya ha superado, pues, la fase del «bulo». El comodín que viene a ser el escudo de defensa tras el que se parapeta el Gobierno de la Moncloa cuando la realidad se le torna adversa. Pero la reacción del propio ministro de Justicia, Félix Bolaños, revela su intención de revolverse contra cualquier actuación de la Justicia que no le sea propensa. Parece mentira. Podría haberse limitado, por razón de su cargo, a mostrar su respeto a la actuación de la Justicia. A taparse un poco y dirigirse en defensor de la separación de poderes. Pero no. Decir la verdad no es delito, claro que no, señor Bolaños. Es la revelación de secretos, de los que tuvo conocimientos el fiscal general por razón de su cargo, lo que sí es delito. Álvaro García Ortiz, dadas sus actuales circunstancias, debería dimitir. Así se lo han exigido dos de las tres asociaciones de fiscales. Para que no dañe aun más la imagen de la institución. Pero aquí no dimite nadie del entorno de Sánchez.

¿Cómo va a abandonar quien utiliza su cargo para prestar los servicios debidos al presidente del Gobierno? Que se lo pregunten al ministro Fernando Grande-Marlaska, por ejemplo, más quemado que Ione Belarra desde que ésta se quedó sin ministerio. O al propio Oscar Puente, tan reprobado. Fue el propio presidente quien, el pasado mes de julio, sostenía que el fiscal general no debía dimitir aunque resultase imputado. Y ahí está. Aferrado al cargo. El Gobierno le apoya, persuadido de que el asunto va a quedar en nada. Lo dicen con la misma convicción con la que hablan del ‘no caso’ de Begoña o el ‘no viaje’ de Delcy Rodríguez.