Zelenski estuvo en París, pero también en Roma, Londres y Berlín. ¿Qué debemos deducir de estas nuevas visitas y, sobre todo, qué se trajo de vuelta, después de casi tres años de resistir, con heroísmo churchilliano, una agresión sin límites?
Abrazos innegablemente fraternales. Signos y declaraciones de amistad. Promesas de armamento adicional, sobre todo por parte de Francia y Alemania. Lo cual no es, evidentemente, poca cosa.
Pero todavía ninguna autorización para utilizar estas armas para atacar en profundidad las posiciones desde las que se lanzan los misiles del ejército ruso.
No hay nada nuevo en el proceso de adhesión a la OTAN, que, si se hubiera puesto en marcha, como algunos pedimos, en cuanto Crimea fue invadida por primera vez en 2014, podría haber evitado esta guerra interminable, y tendría un verdadero efecto disuasorio.
Y luego estaba la impresión de hastío, de melancolía en el mejor de los casos, y, a veces, de final de partida que desprendía toda la gira.
Sé que nada puede darse por sentado. He visto lo suficiente de este hombre para saber que es en la adversidad donde siempre saca los recursos que le permiten recuperarse y confundir a quienes le habían condenado.
Y me imagino perfectamente a sus generales, mientras sus homólogos occidentales discuten ya un supuesto plan B por el que Ucrania cedería la mayor parte de su territorio perdido a cambio de una paz fingida, preparando una de esas ofensivas sorpresa de las que tienen el secreto.
Ayer, el sorprendente avance hacia Kursk. Anteayer, el torpedeo de la flota rusa en el mar Negro. Antes, la reconquista de Kherson, cuya captura había sido (y sigue siendo, de hecho, hasta ahora) la única victoria militar rusa verdaderamente significativa.
Entonces, ¿qué nos depara el mañana?
Está claro que Ucrania, con su ejército ciudadano y patriota, tiene la ventaja decisiva que, en cualquier guerra, proporciona eso que Clausewitz llamaba «fuerza moral». Siempre que se le den los medios, todos los medios, y, en particular, una vez más, el permiso para utilizarlos como considere oportuno, estoy más convencido que nunca de que estará en condiciones de ganar.
Pero el problema no es Ucrania, somos nosotros. Es el viento del derrotismo que sopla en las cancillerías. Y es esta abrumadora superioridad del armamento ruso la que, si no se corrige, podría (Clausewitz de nuevo) «acallar por completo las fuerzas morales» de las valerosas tropas ucranianas.
¿Es necesario repetir, una vez más, que esta derrota sería nuestra derrota?
Sí, porque cuanto más tiempo pasa, más se retrasan y prevarican Estados Unidos y Europa. Una victoria de Putin sería un desastre para las democracias y el mundo.
Sería un éxito para Teherán, que cada vez oculta menos su eje con Moscú.
Sería gratificante para Xi Jinping, que se mostró cauto y casi neutral al principio del conflicto, pero que en 2024 se acercó mucho más al Kremlin.
Erdogan, cuyos drones alegraron a los ucranianos en los primeros meses de la contienda, se ha distanciado desde entonces, y vería su fracaso como la confirmación de su intuición de que Occidente y sus valores ya han vivido sus mejores días.
Israel, que por fin ha comprendido que la Rusia de Putin y la Turquía de Erdogan son sus enemigos, podrá comprobar por sí mismo lo que vale la amistad de sus enemigos.
Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, a los que ya les cuesta entender por qué es a Catar, aliado de Irán y Rusia y, por cierto, financiador y patrocinador de Hamás, a quien se le concedió el derecho de organizar la Copa Mundial de la FIFA en marzo de 2022, al comienzo de la invasión a gran escala de Ucrania, y el envidiable estatus de «principal aliado no perteneciente a la OTAN», también se harían cada vez más preguntas sobre la solidez de la alianza estadounidense.
Los líderes del Sur Global pensarían que tuvieron la idea correcta desde el primer día al leer la guerra de agresión de Putin a través del prisma del viejo «antiimperialismo» de la era del Tercer Mundo, y el bloque de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) se uniría más allá de toda esperanza.
Y luego está la Corea del Norte de Kim Jong-un, cuya agresividad aterroriza con razón al mundo, y cuyas armas están llegando por contenedores a la frontera rusa, al borde de Europa.
Nunca es buena idea echarse atrás después de entrar en la arena. Rendirse cuando ya se ha empezado. Haber hinchado el pecho sólo para perder después de dos años y medio, quizá tres.
Pero hacerlo en el momento en que adversario se ha coaligado con más fuerza, haber esperado lo que Clausewitz llamaba la «culminación» de la afirmación de la propia voluntad para, en este duelo de voluntades que es toda guerra, cansarse y, como el candidato Trump, explicar que hay que saber acabar una guerra, es, siempre según Clausewitz, el peor de los errores estratégicos.
La guerra de Ucrania fue nuestra guerra civil española. Si se diera este escenario, sería la ‘batalla del río Bereziná’ de las democracias.