José Luis Zubizarreta-El Correo

  • En el complejo conflicto interinstitucional de Fiscalía y TS conviene que a la ignorancia la acompañe, en vez del atrevimiento, un expectante silencio

La política del país nos está saliendo, en los últimos tiempos, a sobresalto por semana. Unas veces con carácter de escándalo, otras como simple sorpresa. Esta vez le ha tocado al fiscal general del Estado, con su encausamiento ante el Tribunal Supremo por presunta revelación de secretos, y el asunto tiene un cariz, si no escandaloso, turbador. Un choque entre tan altas instituciones desborda lo que nos parece normal en democracia e invita a que la ciudadanía se alinee en bandos enfrentados, como si, ante tal colisión, no pudiera permanecer distante o expectante. Se la exige, más bien, optar entre el sí y el no, el blanco y el negro, el conmigo o contra mí y, en definitiva, el bien y el mal, según cada cual lo vea. No hay ya lugar para el quizá o el quién sabe. Sólo cabe el alineamiento rotundo. Surgen así, por tanto, el sectarismo y las banderías. Y lo que empezó limitado a la política se traslada a la sociedad, ejerciendo en ello los medios de fervorosos portadores. Valga un ejemplo ajeno al caso.

Han invadido portadas, llenado crónicas y merecido sesudas columnas de opinión asuntos que, condenados hasta hace poco a los márgenes del llamado periodismo serio, ha llegado hoy a dividirlo en bandos de entusiastas defensores y aguerridos detractores. Leire y Amaia o Broncano y Motos son las parejas que enfrentan a periódicos y periodistas como bandos en guerra. La Oreja de van Gogh, de un lado, y El Hormiguero y La Revuelta, de otro, han devenido en campos de batalla que del entretenimiento han pasado a la política e infectado a la sociedad por mor del interesado tratamiento mediático. He escuchado tertulias radiofónicas de contenido económico en las que los contertulios eran invitados, mezclando lo serio con la broma, no a dar su opinión, sino a posicionarse en uno u otro bando. Ni que decir tiene que no se los requería a ello por consideraciones estéticas o simples razones de gusto, sino que se los ponía frente a una opción ideológica de izquierda o derecha. Por vía del entretenimiento o, si se quiere ser magnánimo, de la Cultura con mayúscula, los contertulios y, arrastrados por ellos, los oyentes tomaban partido en un terreno político comprometido. Y, así, ambos asuntos –sobre todo, el segundo– se han cargado de connotaciones que van más allá de lo que son o aparentan, provocando un alineamiento dual que afecta a la sociedad por mor de la trasposición que del ocio han hecho los medios a la política y de ésta a la sociedad.

Volviendo ahora al sobresalto de esta semana, la carga sectaria con que el encausamiento del fiscal general por parte del TS está siendo tratado política y mediáticamente no ha dejado indiferente a una ciudadanía inerme para afrontar un asunto de tamaña complejidad. Se ve así arrastrada a tomar partido por una intermediación mediática que, en ocasiones, está cargada de sesgos sectarios. Obligarla a pronunciarse acerca de un asunto sobre la base del razonamiento de quienes, en muchos casos, no tienen más autoridad intelectual que ella misma equivale a hacerla partícipe del prejuiciado ‘parti pris’ que condiciona a quien trata de atraerla a su postura. «El Gobierno apoya a quien la oposición exige dimitir», se ha titulado con acierto sobre el caso, omitiendo, a la vez, que el alineamiento del Gobierno y la oposición no es más cerril que el de quien, al así titularlo, invita, sin querer o queriendo, a imitarlo.

A una sesgada toma de postura, en favor de uno de los bandos, también invitan, sin duda, tanto el origen como la trayectoria de un fiscal general que fue elevado al cargo, no por su «reconocido prestigio», sino gracias al favor de quien había sido su protectora y promotora, así como a su demostrada «obediencia debida». No fue el mejor origen. Y muy poco aportaron a un aprecio sobrevenido algunos de sus tropiezos posteriores como la condena que sufrió en el TS por «desviación de poder» o la instrucción de que «no nos roben el relato» que impartió a un subordinado para inducirle a manejar la información en sentido favorable, no al Estado de Derecho, sino al Gobierno. Pero ni con antecedentes tan poco recomendables me atrevería yo, en este pleito interinstitucional, a pronunciarme en uno u otro sentido. Hasta consideraría un atrevimiento temerario poner por escrito en estas líneas lo que en mi interior pienso. Mejor que a la ignorancia acompañe, más que la usual osadía, un cauteloso silencio. No caigamos en la trampa que nos tienden y den las instituciones su veredicto. Será entonces el momento de romper el silencio.