- A la vista está que la sedicente izquierda hodierna desprecia el incrementalismo en el bienestar y lo postula en el control estatal sobre los individuos no afectos a su ideología
¿A usted le gusta la institucionalidad? ¿Sí? Entonces debe acompañarme en este viaje. Visitaremos un mecanismo primario del wokismo sin el cual todo su edificio se desmorona: el irreconciliable antagonismo. Sígame.
La izquierda ortodoxa perdió pie con Gramsci. Desde aquel pensador marxista se ha confirmado una y otra vez que la verdadera clave del poder radica en la obtención y mantenimiento de la hegemonía cultural. La izquierda lo aprendió; la derecha no. A la intuición primera del italiano se debe en última instancia que el cine, la escuela, el teatro, la universidad, las editoriales, la música, los medios de comunicación y las plataformas online sean casi por completo progresistas. O, mejor, lancen productos culturales y presten servicios mucho más decantados a la izquierda de lo que corresponde a la cuota del voto progresista sobre el total.
Todos los objetivos declarados históricamente por la izquierda culta no comunista (los totalitarismos deben ser excluidos sin mayor consideración) se han alcanzado, o están más cerca que nunca de alcanzarse. Para un progresista cabal y realista, la consecución de la justicia social (respetando las libertades) es ya solo una cuestión de políticas incrementalistas. Pero ¡ay! en eso no hay épica. Y sin épica no respiran los innumerables mamoncillos que habitan a la sombra de una solidaridad tan indeterminada como furiosa, cuando no mal dirigida (a los terroristas, a los agresores, a los que ocupan viviendas, a los que cruzan ilegalmente y en masa las fronteras sin ser refugiados). A la vista está que la sedicente izquierda hodierna desprecia el incrementalismo en el bienestar y lo postula en el control estatal sobre los individuos no afectos a su ideología.
Su ideología: el wokismo. Un sumatorio de causas variopintas, sin cosmovisión: feístas antiarte más antitaurinos más anticarne más autodeterministas del género más indigenistas más catastrofistas climáticos más antisemitas más gransimiescos más negrolegendarios más nacionalistas de secesión más antiespecistas más frentepopulistas extemporáneos más feministas incapaces de definir a la mujer… más todo aquello que se le ocurra, con una condición: deben poder identificarse las figuras del opresor y del oprimido. Ser de izquierdas es sentirse en el papel de oprimido (soy una vaca a la que matan y me cubro de sangre, soy un indígena aunque no lo sea) y emocionarse muy fuerte. Puesto que la derecha convencional desprecia la guerra cultural, va cediendo, va aceptando cada nueva causa (ver Agenda 2030). Ante tanta blandura, la izquierda solo tiene un modo de mantener su santa indignación, su furia justiciera: ampliar sus exigencias cada vez que la derecha convencional acepta las anteriores, lo que ocurre tarde o temprano (ver aborto). Comprendida esta viciada relación, esta asimetría, este juego trucado, si bien se piensa solo existe una posibilidad de ganar para la llamada derecha (sería más preciso decir «para los no wokes», pero definirse en negativo es contraproducente): aceptar el antagonismo y obrar en consecuencia. Básicamente porque cuando te declaran la guerra estás en guerra, por mucho que a ti te guste la institucionalidad y tal.