Iván Igartua-El Correo
- La Constitución rusa proclama la libertad de pensamiento y de palabra. Pero ahora solo pronunciar o escribir ‘guerra’ es motivo de detención
Hay una tendencia humana, demasiado humana, a marginar o acallar todo aquello que contraría nuestras convicciones, sean ideas o creencias. El silenciamiento puede materializarse de múltiples maneras, según el ímpetu -y la sofisticación- de la inclinación censora. La historia conoce casos, por desgracia numerosos, de eliminación de textos que fueron vehículos de disidencia, tanto política como cultural. Una disidencia que no toleran, por definición, los sistemas y estructuras antiliberales, que han sido (y son) legión. Pero, además de las piras de papel proscrito, que desdicen con su ejemplo aquello de que los manuscritos no arden (Mijaíl Bulgákov), están esas formas de censura que anulan o mutilan por adelantado la libertad creativa o las que tratan de canalizar el pensamiento, depurándolo de todo elemento accesorio, apéndice o matiz, que pudiera comprometer el mensaje oficial de cada momento. Y la Humanidad sabe también, mejor en unos lugares que en otros, de la expresión suprema de la cancelación: el amordazamiento o, peor aún, la aniquilación física del discrepante. El método es expeditivo: muerto el perro, se acabó la rabia. No es de extrañar que en esas condiciones prolifere la autocensura.
Desde aquella hoguera alejandrina que, si la leyenda tiene algo de cierto, dispensó el mismo trato a los libros que contradecían las enseñanzas del Corán (por blasfemos) y a los que simplemente las repetían (por superfluos), la censura ha ido expandiendo sus tentáculos hasta grados hasta ahora insospechados de rebuscamiento. Nuestro flamante afán retrospectivo de corrección, muy ligado a las prescripciones de la religión ‘woke’, ha llevado absurdamente a la purga de palabras y expresiones en obras literarias del pasado, una tarea de higienización biempensante que trata de imponerse a toda costa en nombre del puritanismo político y moral. Nada más lejos de la ingenua, y a la vez graciosamente inútil, censura previa que intentaba practicar Adelfio, el cura de ‘Cinema Paradiso’, cuando señalaba con su campanilla los cortes que se debían hacer en las escenas subidas de tono (bastaba para ello un beso) de las películas que iban a proyectarse en el pueblo.
La cultura de la cancelación persigue un fin bastante más sombrío: la implantación de un marco mental o de percepción indisimuladamente único, basado en una concepción exclusivista de la realidad en la que ingredientes como la identidad -étnica, territorial, sexual o la que sea- buscan apoderarse del discurso y arrinconan, en consecuencia, cualquier atisbo ya no solo de discrepancia, sino de mera reflexión. Y lo hacen proyectándose tanto sobre el presente como sobre el pasado, en esa gran pirueta posmoderna que nos libra, también retrospectivamente, de todo cuanto nos resulta molesto.
La censura feroz, en todo caso, está hoy día en otra parte. El artículo 29 de la actual Constitución rusa, aprobada en 1993 pero con varias modificaciones incorporadas en 2020, proclama en su primer punto que se garantiza a cada ciudadano la libertad de pensamiento y palabra. El quinto dice que se protege igualmente «la libertad de prensa» y añade lapidariamente: «se prohíbe la censura». Sonaba ya a sarcasmo antes de la invasión rusa de Ucrania, pero ahora esos enunciados son simplemente irreales, reino de otro mundo. Solo pronunciar o escribir el término ‘guerra’ ha sido motivo de detención en Rusia. Ahí tiene usted su libertad de palabra, debidamente garantizada. Le queda la de pensamiento, siempre que no se manifieste.
Hace unos años ya era difícil encontrar en las librerías rusas las obras de Svetlana Aleksiévich, premio Nobel de Literatura en 2015. Ese ostracismo (o ninguneo) era resultado de su fijación por hurgar en las heridas soviéticas: la guerra de Afganistán, la tragedia de Chernóbil, la represión interior, es decir, todo aquello que interesaba sepultar en el olvido. Ahora que se conoce su enérgica posición contraria a la invasión (y al Kremlin), de sus libros no quedará ni rastro en las estanterías.
Recientemente, una novela escrita a dúo por una autora rusa, Elena Malisova, y otra ucraniana, Katerina Silvanova, ha llamado la atención (especialmente de las autoridades) porque narra la relación afectiva entre dos chicos en un campamento de pioneros a mediados de los años 80. De la novela, traducida al español con el título de ‘Un verano en el campamento’, se han vendido en Rusia, dicen, medio millón de ejemplares. Una vez que se percataron de su contenido -va a ser verdad que la censura previa no existe (o no funciona)-, el libro fue inmediatamente retirado del mercado bajo la acusación de propaganda homosexual.
El caso muestra la relevancia que sigue teniendo allí la literatura, a la que se venera o bien se teme. La furia censora es producto de la segunda pasión, que reviste las obras de arte de una trascendencia social que en otros lugares no tienen, forma parte de las habituales paranoias dictatoriales y acaba derivando en esa forma de anulación que se ejerce a lo bruto, a plena luz del día, sin miramientos.