Editorial ABC
- La presidenta madrileña rechaza una reunión institucional con Pedro Sánchez para marcar la gravedad del calumnioso ataque del presidente del Gobierno contra su novio y su hermano
Es probable que Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, haya cometido un error de táctica política al negarse a acudir al encuentro bilateral al que la citó el presidente del Gobierno para el próximo viernes, pero lo que no se puede afirmar es que no cuente con razones más que suficientes para no hacerlo. La calumniosa intervención de Pedro Sánchez la semana pasada en el Congreso y al día siguiente en Bruselas, donde tachó de «delincuente» al novio de Ayuso, sugirió que la presidenta madrileña se beneficia de unos supuestos crímenes e insistió en enlodar a su hermano con un presunto caso de corrupción que fue desechado por la Justicia y sólo sobrevive en el imaginario socialista, traspasó tan claramente los cánones de lo que es aceptable en la política española que lo que resultaría raro es que no hubiese pasado nada. Como subrayó ayer el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, «uno no insulta a aquel al que invita».
Pero es evidente que Sánchez, que como declarado feminista no aludiría jamás a la condición de la pareja de una dirigente de izquierdas para juzgar su actuación política, estaba buscando ‘ex profeso’ provocar un incidente que le permitiera distraer una semana más la dura realidad de que está calentando el asiento en La Moncloa. Por eso, no se trató de un simple exceso verbal o de un desliz, sino de una política oficial perfectamente calculada, toda vez que los ministros recibieron orden de repetir sus palabras, siendo el más aplicado el ministro de la Presidencia.
Se trata, como reza el comunicado difundido por la Comunidad de Madrid, de «una campaña inaceptable e impropia de un Gobierno contra una administración inferior». Pero lo más grave no es el ataque a un ejecutivo regional, sino que estamos viendo a un Gobierno –capaz de desplegar todo el poder del Estado– que no se para en barras a la hora de calumniar a dos ciudadanos particulares como son el novio y el hermano de Ayuso, quienes no ostentan ningún cargo de representación política, con el único fin de castigar a la presidenta madrileña. Gran parte de las revelaciones sobre las actividades de ambos que se han difundido en la prensa son filtraciones de hechos que sólo deberían estar en conocimiento del Estado o que al menos éste debería custodiar con celo. Ya hay una causa por la que está imputado nada menos que el fiscal general del Estado y la pareja de Ayuso ha anunciado nuevas acciones legales contra Sánchez y Félix Bolaños por sus declaraciones. Esta conducta, propia de países totalitarios, es lo que ha llevado a Ayuso a calificar a Sánchez de «gobernante seducido por políticas propias de caudillo bolivariano», frases que el Gobierno y sus adláteres descontextualizan sistemáticamente.
Se puede criticar que Ayuso haya caído en la provocación. Pero si hubiera ido a la reunión, el injurioso ataque de Sánchez y su Gobierno se habría archivado en su catálogo de mentiras impunes. Es verdad que Ayuso hubiese podido disponer del atril de La Moncloa, pero siempre desde una postura defensiva que no hubiese corregido la gravedad de las imputaciones del presidente y sus ministros. En un país normal, donde existiera una enraizada tradición de lealtad institucional entre los distintos niveles de la Administración, la decisión de la presidenta madrileña sería una gravísima transgresión. Sin embargo, en España, cuyo Ejecutivo ha retirado a una embajadora de Argentina por un exabrupto de Javier Milei sobre la esposa de Sánchez, mientras que éste ha tolerado que sus socios de Gobierno desairen al jefe del Estado argentino un día sí y otro también, es apenas una señal de que las cosas deben tener límites.