En 2013, un fotógrafo sirio entró en Turquía con una memoria USB escondida en un calcetín. Se hacía llamar César, y había trabajado para la Policía Militar siria.
Su trabajo había consistido en documentar incidentes relacionados con el ejército sirio, pero desde 2011 había cambiado: desde ese momento, se dedicó a hacer fotos de muertos.
Los muertos eran opositores al régimen de Bashar al-Ásad, encarcelados y posteriormente asesinados. Las imágenes están meticulosamente ordenadas en 55.000 carpetas, cada una correspondiente a una persona, y no son fáciles de contemplar: los cuerpos, desnudos y emaciados, presentan muestras evidentes de tortura.
No es raro que los autores de matanzas en masa lleven un registro burocrático de las víctimas, y en este caso los cadáveres llevan números de serie para identificarlos.
El mismo mes en que César desveló los crímenes al mundo, al-Ásad había protagonizado otra atrocidad. A pesar de las advertencias de Obama, había gaseado a la población de Ghouta, hombres, mujeres y niños.
Las imágenes de las personas convulsionando y esforzándose por respirar son aún más terribles de ver.
Obama, paralizado por sus propias dudas, por la ONU y por la inacción de la comunidad internacional, no hizo absolutamente nada. Sólo contemplar cómo Putin intervenía en la guerra para apoyar al dictador sirio, y seguir mirando hasta la aniquilación de la última resistencia en Alepo.
Si lo que Bashar al-Ásad perpetró contra los sirios no fue un genocidio, es difícil entender qué es un genocidio.
El pasado sábado, Aurora Freijo publicó en El País un artículo titulado El esqueleto de Auschwitz e invocó a Giorgio Agamben.
La teoría del estado de excepción de Agamben ejerce un magnetismo irresistible sobre todos aquellos que pretenden creer que las democracias liberales, en realidad, no lo son tanto. Por eso el principio de Agamben dice que, cuando este autor es conjurado, se produce una enorme explosión de chorradas, pero siempre de izquierdas.
Pablo Iglesias mencionó imprudentemente a Agamben en su libro Maquiavelo frente la gran pantalla, y el resultado fue que demostró que era incapaz de entender películas tan sencillas como Algunos hombres buenos. El artículo de Freijo, bajo la sombra de Agamben, nos alerta de los «pequeños Auschwitz» con los que, según ella, convivimos. «La sombra del esqueleto de Auschwitz clarea en la política migratoria europea que ha dado un giro al asumir la propuesta de Giorgia Meloni«.
Antes estaba Eichmann y ahora está Meloni, es lo que hay.
Freijo pone en el mismo nivel a los detenidos de Guantánamo, o la crisis de refugiados albanos en Bari de 1991 (¿alguien se acuerda de eso?), con las redadas de la policía de Vichy para llevar judíos al Velódromo de Invierno y de allí a las cámaras de gas.
Es fácil de entender que la antipatía por los judíos está detrás del afán por banalizar la historia terrible de Auschwitz. Esta misma semana, Ione Belarra se ha desgañitado desde su escaño comparando las cámaras de gas con las acciones del ejército israelí.
No es probable (yo al menos no lo recuerdo) que Agamben, Belarra ni posiblemente Breijo, denunciasen el muy reciente genocidio de Siria. Y eso también es fácil de entender: la indignación moral de la izquierda sólo se activa si los papeles de perpetradores y víctimas son interpretados por los actores predeterminados.
Los primeros tienen que ser occidentales de derechas, y por eso ni la acción de Rusia e Irán, ni la inacción de Obama, hicieron saltar las alarmas en Siria.
Tampoco se despertó en la izquierda, por idéntica razón, ninguna repulsa moral ante la masacre del 7 de octubre. La condición de víctima presente quedó negada a los judíos, encasillados en el papel de blancos, colonialistas y occidentales.
Y ahora se difumina la de víctima, trivializando el Holocausto y convirtiendo las cámaras de exterminio en una anécdota agambeniana.