Víctor Núñez-El Español

Hay sólo dos líderes en España que han comprendido el actual momento político: Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso. Un momento caracterizado por dos vectores: el agonismo (la delimitación nítida entre amigo y enemigo) y el voluntarismo (la determinación para recorrer un itinerario por muchas ampollas que levante entre sus detractores).

Que en el PP sólo Ayuso ha sabido leer el signo de los tiempos lo prueba el hecho de que haya sido la única baronesa dispuesta a plantar a Sánchez en su inane carrusel de entrevistas con los distintos presidentes autonómicos. Lo ha hecho incluso contrariando al líder de su partido, que motejó de «error» el rechazo de la presidenta madrileña a asumir su «responsabilidad» de «practicar una política de Estado».

No hay mejor corroboración del acierto del estilo pugnaz de Ayuso que la vesania que este despierta en el Gobierno y en el PSOE, plasmada en la fijación de los ministros socialistas con la némesis del sanchismo. Los distintos registros que asume el presidente con sus respectivos rivales son demostración inequívoca de ello: Sánchez embiste coléricamente contra Ayuso, mientras que se burla de Feijóo.

Esto prueba a su vez que el auténtico antagonismo cardinal de la política española no es el del presidente del Gobierno frente al jefe de la oposición, sino el que existe entre Sánchez y Ayuso. Un antagonismo que va mucho más allá de las descalificaciones ad hoc.

Es evidente que en el portazo de Ayuso a Sánchez para discutir la financiación autonómica concurren factores de animadversión personal. Pero en este caso, lo personal es efectivamente político: como ha alegado la presidenta, negarse a acudir a la Moncloa no es lo más conveniente para ella, sino para España.

Incluso quienes han concedido un respaldo (condicionado) a Ayuso le reprochan que, si bien la razón personal para rehusar el encuentro está justificada, no lo está la razón política aducida. A saber, su negativa a «blanquear» el arreglo tributario acordado opacamente con los separatistas.

Pero es justo al contrario. El busilis del asunto reside en las explicaciones de Ayuso este martes, que ya no se han referido a la faceta personal de las difamaciones contra su novio (el verdadero talón de Aquiles emocional de Ayuso, como Begoña lo es de Sánchez).

Lo mollar de su defensa está en esta frase: «No quiero ser parte de la foto de la normalidad». Con ella, la presidenta demuestra haber entendido a la perfección la estética política del sanchismo, consistente en impostar una apariencia de naturalidad mediante estampas ceremoniosas mientras se asola la infraestructura consuetudinaria del orden constitucional.

Era de esperar que el PSOE (¡el partido de la guerra sucia!) fuera a rasgarse las vestiduras por la falta de «respeto institucional» de Ayuso. Lo que sorprende algo más es que sus propios correligionarios le hayan afeado lo mismo.

Porque esto no va de «respeto institucional», sino de respeto a las instituciones. Es decir, justamente la antítesis del modus operandi del Gobierno Sánchez. Es este «deterioro de las instituciones» el que Ayuso se ha resistido a «normalizar».

La cortesía institucional, como observancia de una legalidad de trato sin ley al margen de las filiaciones partidistas, es una práctica fundamental para ajardinar la propensión selvática de la política. Pero hay que saber darse cuenta de cuándo «preservar la institucionalidad», como ha defendido Borja Sémper, pasa a ser una mascarada formalista servicial al cambio de régimen en marcha.

Se repite que es la primera vez que un presidente autonómico da plantón al presidente del Gobierno. Pero es que tampoco hay precedentes del secuestro de la producción legislativa española por el secesionismo parasitario. Ni de la derogación de facto del imperio de la ley como pago a delincuentes fugitivos. Ni de la cooptación de todas las instancias sedicentemente neutrales por el Poder Ejecutivo. Ni de la persecución autocrática del pluralismo mediático, consumada este martes al enseñorearse Sánchez totalmente de la radiotelevisión pública.

No cabe preconizar la lealtad institucional en el vacío, abstrayéndose de la presente fase posliberal que caracteriza al crepúsculo del Régimen del 78. Como advirtió David Jiménez Torres, «el daño que ha hecho y seguirá haciendo este Gobierno a las instituciones es tan grave que no se puede contribuir a que prorrogue su acción legislativa y ejecutiva […] En el momento actual, el sentido de Estado se demostraría no dando oxígeno a este Ejecutivo».

Es de hecho la estrechez procedimentalista genovesa la que ha coadyuvado a que en España no exista en la sociedad un debido sentido de la gravedad de la situación que atravesamos. Por eso, resulta una gran contribución para visibilizar el régimen de excepción que se está fraguando en España un desplante a su principal artífice como el que ha ejecutado Ayuso.