Hace mucho que la política española sólo es analizable desde la psicología.
Uno ve a los periodistas especular en las tertulias sobre sumas parlamentarias, porcentajes demoscópicos y tácticas políticas, y recuerda a Frank Zappa cuando dijo aquello de que «escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura».
Él se estaba riendo de los críticos musicales, pero la frase es aplicable también al periodismo político español de 2024. Porque lo que estamos haciendo los periodistas españoles es analizar la política española en términos exclusivamente políticos, obviando las claves psicológicas. O sea, bailar sobre arquitectura.
Un ejemplo.
El impuestazo a las energéticas, que es en realidad un impuesto a Repsol, y que resulta imposible analizar en términos políticos si no se conoce que Teresa Ribera es una de las líderes del sector duro de la burocracia ecoansiosa europea, y que Josu Jon Imaz, el CEO de la energética, es su némesis.
Ribera no sólo cree que la humanidad está al borde de la extinción, sino que únicamente una penitencia masiva en forma de cambio radical de modelo industrial y económico podrá salvarnos de nuestro apocalíptico destino final.
Estoy caricaturizando un poco en beneficio de la tensión narrativa de la columna, pero no crean que demasiado.
«El sector financiero debe estar al servicio de la acción climática» dijo Ribera en 2019.
«El Acuerdo de París es un asunto existencial» dijo en 2021.
«La ciencia nos empuja a acelerar la transformación de nuestro modelo económico» dijo también en 2021.
«El sistema climático no entiende de elecciones» dijo en mayo, dejando claro que la democracia es una prioridad secundaria frente a la salvación del planeta.
Penitenciagite. Está todo inventado.
En China, a este tipo de progresistas que exigen a gritos el sacrificio de su civilización en el altar de la causa de turno, y que lo hacen además con una retórica que le sonaría familiar a un zelote del siglo I d. C., les llaman baizuos.
Literalmente, «izquierda blanca».
Los baizuos son considerados en China como los caballos de Troya de su estrategia expansionista. De ahí la financiación china de oenegés ecologistas occidentales, cuyo objetivo no es por supuesto la lucha contra un cambio climático en el que China no cree, sino la penetración en la UE de los coches eléctricos baratos chinos.
Que China no cree en el cambio climático lo demuestra el hecho de que las protestas «ecologistas» son las únicas que se permiten abiertamente en el país. Son la disidencia controlada, una válvula de escape intrascendente e inofensiva. Incluso tienen su propia Greta Thunberg: una niña llamada Howey Ou. Muy posiblemente financiada por el Partido Comunista.
Los baizuo son considerados en China como un activo de especial valor puesto que, a diferencia del espía tradicional o del traidor al uso, creen en su causa de forma sincera y con un fervor a prueba de bomba.
El término baizuo está relacionado a su vez con la palabra shengmu («santa madre»), con la que los chinos se ríen de aquellos cuyas opiniones oscilan entre la hipocresía, el sentimentalismo infantiloide, y una empatía exacerbada por todas las causas de moda, siempre que estas no les supongan un coste personal.
El impuesto a las energéticas de la santa madre Teresa Ribera no es por tanto un impuesto al uso, aunque Pedro Sánchez lo vaya a utilizar como masilla en las grietas que han empezado a surgir entre sus socios parlamentarios de extrema izquierda, sino un castigo personal contra Josu Jon Imaz.
Por supuesto, esa no es toda la explicación. Pero es una buena parte de la explicación del impuestazo.
El pasado mes de enero, Ribera acusó a Josu Jon Imaz de hacer «demagogia» con las políticas verdes. También le acusó de «negacionista» y de «retardista» por su discurso en Davos.
Retardista es el término con el que los ecologistas acusan a aquellos que, sin llegar a negar el cambio climático, creen que este no supone una amenaza existencial grave e inmediata, y que la solución no pasa por cambios radicales de nuestro modelo económico. Especialmente cuando esos cambios son sólo un pretexto para el enésimo intento de demolición del capitalismo por parte de la izquierda radical.
Josu Jon Imaz no es negacionista y probablemente ni siquiera retardista, pero sólo hace falta darse una vuelta por los foros ecologistas en España para darse cuenta de que se ha convertido, tras ser señalado por Ribera, en el Donald Trump de los baizuos españoles. En su bestia negra.
Desmontando las mentiras de Josu Jon Imaz, dicen en Greenpeace.
El CEO de Repsol acusa a Greenpeace y los ecologistas del aumento de las emisiones, dicen en Climática.
Choque inusitado entre Repsol y Greenpeace, dicen en La Vanguardia.
La batalla, desde el punto de vista de Ribera, es espiritual. Y el CEO de Repsol es un hereje.
El pecado de Imaz ha sido apostar por la neutralidad tecnológica, es decir por la tesis de que es absurdo imponer una «cesta energética» para 2050 dado que nadie sabe cuáles serán las tecnologías ganadoras del futuro. Puro sentido común.
Imaz se ha desmarcado también de quienes fantasean con la demolición del actual modelo económico y ha acusado a organizaciones como Greenpeace de ser las verdaderas responsables del cambio climático al presionar para la imposición de regulaciones que nos hacen más dependientes del gas ruso y que obligan a los países pobres a recurrir al carbón.
El impuesto a las energéticas es, en fin, en buena parte personal. Como la campaña de Pedro Sánchez contra Isabel Díaz Ayuso, el documental sobre el presidente del Gobierno o el apoyo, todavía hoy, de una importante parte de la sociedad vasca a ETA.
O empezamos a introducir parámetros psicológicos en nuestros análisis políticos o no vamos a entender nada de lo que está ocurriendo en nuestro país.