El encaje de la periferia y el centro, la del nacionalismo patrio (español) y los nacionalismos y regionalismos periféricos, ha sido la pieza irresoluble del puzle de nuestra historia.
La preservación de los privilegios forales de Navarra y País Vasco, la unión dinástica de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, la abolición de la Generalitat por los Decretos de Nueva Planta, la España posfranquista o el fenómeno del procés…
La historia de España es la historia de la unificación ibérica que, a trompicones, parece irse materializando casi desde el inicio de la Reconquista.
A la atomización propia de la Edad Media, tras la caída del Imperio romano, no existía gentilicio para las gentes de Iberia. Al contrario. En Europa se nos conocía como cristianos, judíos o mahometanos. Existía Hispania o Spania, pero no existía una palabra para referirse a «los españoles».
En el siglo XII, en la cuna de la lengua catalana (en la Provenza), se forja por primera vez el gentilicio «españoles» para referirse a moros, judíos y cristianos. Un término que, paradójicamente, fue acuñado en Francia y en catalán antiguo, y que se popularizaría por toda la península a través del Camino de Santiago.
Que nuestro gentilicio naciera entonces es significativo, ya que un par de siglos después, por primera vez desde hacía 700 años, los reinos de la península formaron unidad política: se unieron.
Pero igual que darse la mano no es lo mismo que ser un solo individuo, la unión dinástica de Castilla y Aragón tampoco era algo sólido.
Desde entonces, con el pasar de los siglos y no sin tropiezos, aquella unión política, aquel «darse la mano» de 1492, se fue transformando en una fusión. Las economías de la península empezaron a integrarse, el castellano se convirtió en la lengua franca, la historia hasta entonces separada empezó a confluir con la naturalidad con la que un afluente desemboca en su río matriz…
Hoy día esa integración es, en puridad, mayor que nunca. En términos históricos, el deseo y la capacidad de autogobierno en Cataluña son mucho más débiles que en 1924. La cantidad de castellanohablantes es también mucho mayor (igual que lo es la de catalanohablantes, la mayor de la historia).
Y más importante aún, la historia de Cataluña es indesligable de la de España: mismos fenómenos, mismos retos. Somos parte de una misma cosa.
Ahora bien, si en 1975 el fin del régimen de Franco abrió las puertas a un nuevo modelo de país consagrado en la Carta Magna de 1978, aquel modelo muy español, que ni era federal ni era centralista, que era autonómico, que ni era laico ni era cristiano, que era aconfesional, presenta grietas.
La mayor de ellas, el procés.
Todo lo anterior plantea un debate que hoy crepita, pero no quema: la reforma de nuestra Constitución.
Quizás la postura mayoritaria en España siga siendo la inmovilista (por ahora), pues nuestra ley fundamental aún disfruta de los réditos de la Transición. Sin embargo, a medida que 1978 se aleja, también lo hace el prestigio y la vivencia de lo que supuso.
Y con ella su legitimidad.
Así que ¿hacia dónde caminar?
Vox parece proponer un modelo centralista difícil de cuadrar electoralmente hablando.
El Partido Popular es conservador (sólo quiere conservar lo firmado en 1978).
El sector de Podemos, Sumar & Co. aboga por una «España federal», concepto críptico e insondable porque sus benefactores no saben ni esperan tener que materializarlo.
Y por último tenemos al Partido Socialista de Pedro Sánchez, que sólo tiene un rumbo claro: negociar y sobrevivir modificando cuanto sea posible y necesario en un marco de escaso margen de maniobra.
Pese al panorama, sí existe un nuevo encaje factible. Pero antes de hablar de él conviene aclarar que España, ni representa un modelo centralista, ni representa un modelo descentralizado. Se trata de una solución de compromiso entre ambos, consagrado en la Constitución de 1978.
En este sentido, hay aspectos muy centralizados y otros muy descentralizados, a menudo como resultado de juegos de equilibrios puntuales a lo largo de los últimos cincuenta años.
Mi propuesta consiste en poner negro sobre blanco, es decir, en blindar, las competencias de unos y otros. Y lo más correcto sería hacerlo con arreglo al criterio de las funciones, no de los equilibrios políticos puntuales, sin dejar margen para las competencias cedidas, las competencias reclamadas y demás cambalaches.
El Estado central debería gestionar lo que históricamente ha sido el núcleo y el punto fuerte del Estado moderno: la seguridad interior y la defensa exterior en forma de policías, Fuerzas Armadas, servicios de inteligencia y gestión de fronteras terrestres y marítimas.
También debería gestionar el Poder Judicial y las sedes de representación soberana, lo que supondría subsumir la Ertzaintza, los Mossos d’Esquadra y todas las policías locales bajo una sola estructura jerárquica dependiente del Ministerio del Interior.
El Estado central también debe ser el responsable de gestionar la política exterior y todo lo relacionado con la misma: relaciones internacionales, visitas de Estado, representación ante organismos regionales e internacionales.
O lo que es lo mismo: toda iniciativa de relaciones exteriores autonómicas (caso de Diplocat) debería estar adscrita a la cadena de mando del Ministerio de Exteriores.
El Estado central debería tener el control de las agencias de certificación, establecimiento de estándares y reglas elementales, trasposición de legislación europea y gestión de recursos comunes, como la política fluvial, la red de telecomunicaciones y de distribución eléctrica.
Debería tener también potestad para imponer a su voluntad las mismas, incluyendo por ejemplo las centrales nucleares, el fracking o cualesquiera que se entiendan positivas para el bienestar general.
Finalmente, el Estado debería tener la potestad de acometer los grandes proyectos estratégicos para España y la capacidad de mantener iniciativas económicas propias. Por ejemplo, desarrollismo industrial, dirección del sector turístico, planes de obra pública o de infraestructuras logísticas.
A cambio de ceder en algunos de estos ámbitos (los menos), el Estado periférico, o sea, las Comunidades Autónomas y las administraciones locales, recibirían un elevadísimo grado de libertad económica y control sobre la tributación, con el fin de que posean una cantidad de dinero más proporcional a la riqueza de su población y, sobre todo, para que puedan gestionarlo concentrándose en el progreso y la competitividad económica.
En definitiva, un Estado central que centralice todas las labores nucleares del Estado moderno y que obtenga el control jerárquico de todo cuerpo policial, guardia rural o similares.
Unas Comunidades Autónomas con más libertad económica y un presupuesto más acorde con la riqueza generada en su territorio (un discurso político fácil de vender, por cierto).
Y unas administraciones locales dependientes presupuestariamente de las comunidades y encargadas de proporcionar los servicios públicos locales clásicos: alcantarillado, alumbrado, gestión de residuos, aparcamientos, movilidad urbana…
Un modelo así tendría una ventaja adicional, y es que, al hacer que las administraciones locales pendan presupuestariamente de las comunidades autónomas, se podría lograr que la lógica del choque autonomías-Estado se transforme en el choque autonomías-entes locales, entregando al Estado central el papel de primus inter pares que le es natural entre ambos niveles administrativos.
La clave de una reforma constitucional de este calado pasaría por establecer un sistema recaudatorio bien equilibrado y aceptable entre el Estado central y el Estado periférico, con mecanismos para engrasar la colaboración necesaria para abordar la política económica, los conflictos entre autonomías y las responsabilidades gestoras de cada administración.
Lo que propongo es un Estado central que controle la seguridad y el núcleo de los tres poderes. Unas comunidades autónomas que se especialicen en el progreso económico y la prestación de servicios regionales. Y unas administraciones locales presupuestariamente dependientes de las autonomías y concentradas en la prestación de servicios municipales.
Algo que debería ser aceptable tanto para los partidos políticos conservadores como para los socialistas y los separatistas.