- Pudiendo ser Baviera, Cataluña escogió ser Belfast. Pudiendo ser Miquel Roca, CiU eligió ser Companys. Y vale la analogía para el partido socialista, que renunció a Felipe para encarnarse en Largo Caballero
Convengamos algo: España lleva años sumida en una crisis que, al contrario que otras veces, no responde únicamente a causas económicas. El país consume sus energías en cuitas internas, ha perdido toda influencia en la escena internacional y ha quedado varado en una profunda depresión política, institucional, demográfica y de modelo económico. Convengamos también que la decadencia coincide con el abandono de los consensos constitucionales de CiU y PSOE, dos de los tres grandes protagonistas de la Transición. El primero lideró una rebelión institucional, social y política contra el Estado de derecho, para conmoción de España y de la Unión Europea, y ha condenado a Cataluña —hasta entonces motor económico y cultural del país— a una decadencia probablemente perpetua. Pudiendo ser Baviera, Cataluña escogió ser Belfast. Pudiendo ser Miquel Roca, CiU eligió ser Companys. Y vale la analogía para el partido socialista, que renunció a Felipe para encarnarse en Largo Caballero. El viraje socialista iniciado por Zapatero, más aún que el del catalanismo político, compromete el presente y futuro de España.
El fulgurante PSOE de 1982 es hoy un borroso recuerdo. En aquel año el partido obtuvo el 48 % de los votos y 202 escaños. Hace casi 20 años que apenas supera, lastimero, el centenar de escaños. El balance autonómico es aún peor: de gobernar en 15 autonomías de manera simultánea, el PSOE actual solo retiene tres (una de ellas, la única con mayoría absoluta, erigida en bastión anti-sanchista). En regiones como Madrid, Cantabria o Galicia, el PSOE ha perdido incluso la segunda posición. El caso gallego es revelador: el PSOE renunció al liderazgo de la izquierda y prestó un apoyo tácito a una fuerza radical y separatista como el BNG. El socialismo rompió su suelo electoral (14 % de los sufragios). La dinámica de apoyos y contraprestaciones a fuerzas antisistema se da ya en toda España, también en el País Vasco, donde el socialismo asume y reconoce el liderazgo de Otegui en la izquierda. Este cambio de paradigma se replica formalmente a nivel nacional la noche del 23 de julio de 2023. Sánchez, superado en casi una veintena de diputados por el Partido Popular, advierte: «Somos más». La aseveración asume dos cosas: que el rendimiento electoral socialista ya no es suficiente por sí solo para alcanzar el gobierno; y dos: que dejan de operar los frenos morales a la hora de hacer pactos. Se da la bienvenida y se concede protagonismo político y enormes cuotas de poder institucional a la extrema izquierda, al golpismo separatista y al brazo político de ETA.
Por primera vez un jefe de gobierno renuncia a unir al país y hace de la división emocional y del enfrentamiento político sin tregua su estilo de gobierno. Sánchez practica desde las instituciones públicas la deslegitimación moral de una parte de la sociedad española. Gobierna solo para la mitad del país, y cada vez más contra la mitad del país. La polarización es aquí, como en todo régimen populista, el combustible de la legislatura. El muro como agónica garantía de supervivencia y la amnistía como argamasa de una mayoría parlamentaria ya declaradamente hostil al 78. Una amnistía aprobada en contra del Senado, de los letrados de las cámaras, de todos los colegios jurídicos y de la mayoría social del país. Vale decir, a modo de dramática síntesis, que el candidato prometió impunidad penal a delincuentes confesos y a prófugos de la justicia en reuniones secretas fuera de España a cambio de la presidencia del Gobierno. Antonio Caño, exdirector de El País y uno de los primeros damnificados del sanchismo, advirtió: «Quien está carente de los escrúpulos que restringen a los demás, acaba siempre ganando la partida».
La biografía política de Sánchez es la del pionero de las peores cosas: el primero en gobernar perdiendo, en legitimar a ETA como actor político, en intimidar a los medios críticos, en socavar la función del Parlamento, en virar la política internacional sobre Marruecos, en acusar al poder judicial de lawfare, en colonizar masiva e indiscriminadamente las instituciones y en sumir al país en la interinidad durante cinco días, alegando un psicodrama victimista y sometiendo a la sociedad española a un nuevo y brutal test de estrés.
Dice Ortega que «los grupos que integran un Estado no conviven por estar juntos, sino para hacer algo juntos». Después de la Transición, los Juegos Olímpicos o el ingreso en el euro, el país se queda sin grandes motivaciones colectivas. Quizá sea el momento de una autocrítica general y admitir que el legislador constituyente no previó la irrupción de un personaje como Sánchez, y que la arquitectura institucional y parte del sistema de contrapesos diseñado en el 78 están gravemente afectados. Su reparación y refuerzo, enmarcados en una ambiciosa agenda de reformas, pueden ser la causa común («hacer algo juntos») que impulse la España del siglo XXI.
- Rafael Núñez Huesca es portavoz adjunto del GPP en la Asamblea de Madrid