Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
Si alguien pensaba que el debate suscitado alrededor del acuerdo bilateral con los partidos independentistas catalanes iba a desarrollarse sin abollar de paso al Concierto vasco se equivocaba. Lo que en su día se admitió con cierta normalidad o quizá como algo inevitable para conseguir la pacificación de los enemigos de la paz hoy se discute. No su indudable encaje constitucional, algo que el acuerdo catalán ni tiene ni tendrá, pero sí sus consecuencias sobre la igualdad. Hoy tenemos la prueba. No ha hecho falta que el Gobierno apruebe el cambio de transitorio a permanente de los gravámenes que penalizan a las energéticas y las entidades bancarias, algo que muy probablemente no consiga hacer. Tampoco ha hecho falta que el Gobierno vasco lo concierte con el central y, por supuesto, tampoco que lo modifique después a su antojo. Ha sido suficiente con que ‘algún listillo’ amague con tal concatenación de sucesos para que se abran los infiernos y se incendie el cotarro autonómico.
La maniobra, sospechada sin esfuerzo, de trucar el gravamen por el impuesto para poder, primero, concertarlo y después manosearlo es demasiado burda. ¿Por qué razón iban a tener que soportar las plantas de Repsol en Cartagena o las sucursales del Banco de Santander en Logroño más impuestos que la planta de Petronor en Bilbao o las oficinas de BBVA en Durango? Dicho sea con una pocas dosis de populismo rastrero. Si hubo un día en que tal situación se aceptó como el pago de un peaje, hoy ya no sucede tal cosa. El tema tiene su vuelta pues, además de comprometer el modelo vasco y aumentar las sospechas de privilegio que le acompañan -ante la culpable indiferencia de quienes debieran explicarlo y defenderlo-, dificultará cualquier negociación del modelo catalán.