Ignacio Camacho-ABC

  • La mención al ‘1’ en el sumario de Ábalos sitúa al presidente del Gobierno al borde de una citación ante el Supremo

El anterior primer ministro de Portugal, país que visitó Pedro Sánchez el miércoles, dimitió tras verse involucrado en un caso de corrupción de un colaborador inmediato. Era inocente; el Costa que aparecía citado en la investigación resultó ser otra persona pero el líder socialista renunció sin vuelta atrás al sufrir un registro domiciliario por considerar que la simple sospecha era «incompatible con la dignidad del cargo». Sánchez no está investigado por ahora. Sí lo están su hermano y su esposa, ésta última por presunto tráfico de influencias hipotéticamente derivado de su estatus relevante en el palacio de la Moncloa. También ha sido imputado su antiguo hombre de confianza en el Gobierno y en el partido, cuyas conversaciones con un empresario encarcelado mencionan a un «1» que la Guardia Civil y el instructor del sumario identifican con el jefe del Ejecutivo. El aludido rehúye las explicaciones mientras las pesquisas judiciales se ramifican hacia al menos tres asuntos distintos. La única reacción oficial significativa ha consistido hasta el momento en anunciar un plan de medidas contra los medios informativos, acusados de publicar bulos pese a que los hechos denunciados se han demostrado verídicos, y en exigir la dimisión de la presidenta regional de Madrid porque su novio –cuando aún no lo era– cometió un fraude tributario reconocido por el propio interesado y divulgado por el fiscal general… que también ha acabado en los tribunales por posible revelación de datos confidenciales de un ciudadano.

La ruta procesal más probable sugiere que una vez que el caso Ábalos entre en la jurisdicción del Supremo, el presidente sea llamado a testificar respecto a su grado de conocimiento de las actividades de quien durante tres años estuvo bajo su mando directo. Ya ha sido citado por las de su mujer, aunque la relación conyugal le permitió guardar silencio, pero si es interrogado sobre gestiones de su competencia –como el rescate de una línea aérea o la visita de una dirigente venezolana sometida a veto para pisar territorio europeo– no podría acogerse a ese privilegio. Con o sin declaración por medio, la eventualidad de que cualquiera de los imputados o un nuevo informe de la UCO confirmen su presencia en determinadas reuniones es susceptible de provocar un terremoto político de enorme impacto para el ya muy deteriorado prestigio de un Gobierno cercado por los escándalos, cuyo titular pretende aguantar el chaparrón atrincherado en su cada vez más débil mayoría de apoyos parlamentarios. Y tal vez pueda lograrlo a base de ceder al oportunista chantaje de sus aliados. La pregunta procedente en tal supuesto es si ese ambiente viciado es compatible con lo que su colega portugués llamó «la dignidad del cargo». Y la respuesta podría ser que a quién le importa un concepto tan abstracto mientras tenga la sartén del poder sujeta por el mango.