- El autor de ‘Niebla’, de rictus poco amigable, tenía chamuscada la virtud de la esperanza, quizás porque cambió el azul del mar y la gama de verdes de los valles vascos, por el amarillo del cereal de la vieja Castilla
Durante los primeros años de la carrera universitaria comencé a reseñar los libros que leo, con el propósito de ir archivando mis impresiones. El primero fue «Diario íntimo», de Miguel de Unamuno, que no era tanto el dietario original (que imagino monumental en volúmenes y en peso) como una selección deslavazada de apuntes. Apenas comencé a leerlo, conecté el pesimismo del sabio bilbaíno con lo que aprendimos también de él en las clases de literatura durante los meses de COU, un pellizco de aquí, otro de allá de la biografía y obra de los escritores paradigmáticos del siglo XX que escribieron en español, lo justo para cumplir con el examen de Selectividad. El autor de ‘Niebla’, de rictus poco amigable, tenía chamuscada la virtud de la esperanza, quizás porque cambió el azul del mar y la gama de verdes de los valles vascos, por el amarillo del cereal de la vieja Castilla. Al imaginármelo con unas espigas en los bolsillos de su chaqueta, que iría desgranando mientras caminaba bajo las bóvedas magníficas de la Universidad de Salamanca, se me despierta el miedo; su sombra exigente es la amenaza de una segura colección de calabazas. A la postre, aquel listado de novelas, ensayos y poemarios leídos fue el más interesante hito de mis años de academia.
No pasó mucho tiempo cuando descubrí la utilidad de aquellos comentarios que enjuiciaban la obra, a renglón seguido del título, el autor, la editorial, el año y número de edición, el traductor (de darse el caso) y el número de páginas, junto al mes y al año en el que me entregué a su lectura. Al repasarlos, reconozco que he sido un lector sin método, como soy un escritor sin método, un pintor sin método, un escultor a la buena de Dios, al que las cosas le salen (cuando le salen) por sensacionales carambolas.
Hojeo el documento, que desde entonces no ha dejado de crecer. Son incontables los títulos que juzgo necesarios en el bagaje de cualquier lector de andar por casa, como yo, de cualquier aficionado sin ínfulas de intelectual. También advierto que son muchos los libros (y autores) excesivamente valorados, a los que se les regaló una plaza en el parnaso de la literatura universal. El paso de los años, de las generaciones, ha venido a demostrar el delirio de darle a su obra el tratamiento de literatura universal, lo que no se corresponde con su actual olvido. Del mismo modo, en mi registro me topo con escritores a los que difícilmente encontraremos en una biblioteca pública, a pesar de que son merecedores de esos agasajos.
Los libros leídos están ordenados según la fecha en que cayeron en mis manos, desde aquel Unamuno de noviembre de 1988 (qué mes tan representativo, en sus nubes y sus vientos, del erudito escritor total) a «Ernesto Pastor, la grandeza de lo invisible», recién finalizado, una de las mejores semblanzas literarias, elaborada a la par por Juan Salazar y Rafael Gómez, crónica necesariamente novelada de las desventuras del único torero puertorriqueño, coetáneo de don Miguel, al que una cornada de un toro del marqués de Villagodio, mal sanada en la plaza de Madrid, le condujo a una muerte sin brillo. El torerillo, por edad, pudo ser hijo del inventor de la ‘nivola’ y cincelador de los pesares de una España que lo había perdido casi todo. Sin saberlo, aquel joven hizo honores a la desesperanza Generación del 98, pues fue un quijote que buscó la gloria y se encontró con la indiferencia de la historia, que le despacha con una esquina de la Wikipedia.
Como ni soy erudito ni puedo presumir de buena memoria, las notas sistemáticas de los títulos que culmino —y de aquellos otros que abandono porque no quiero regalar mi tiempo a lo que ni me gusta ni me aporta— me sirven para darme un poco de cera cuando me invitan a hablar en público, me piden la recomendación de alguna lectura o preciso enriquecer el artículo de prensa en el que ando peleándome con un toque de distinción, mediante alguna glosa acerca de tal o cual autor y sus publicaciones, aunque me aburre tanto el ejercicio de buscar citas que suelo pasarlo por alto. Además, lo mejor de la lectura es lo que aprendemos sin darnos cuenta, el poso inmensurable que se asienta en las aguas de nuestra inteligencia, donde se funde con nuestros pensamientos para formar una amalgama en la que es imposible separar lo propio de la genialidad prestada.
Son treinta y seis años compilando sensaciones, opiniones, dictámenes sobre lo que otros han escrito; treinta y seis años desde que Miguel de Unamuno, ataviado con su traje y su jersey oscuro, se coló en aquello que escribo.
- Miguel Aranguren es escritor