Luis Ventoso-El Debate
  • Si resistimos con el peor de los gobiernos posibles, ¿qué no haríamos con uno mínimamente cabal?

Cuentan que Adam Smith, el influyente economista y filósofo escocés muerto en Edimburgo en 1790, a los 67 años, encarnaba la sosería andante. En las tertulias con sus amigos solía guardar silencio. Se limitaba a escuchar y anotar en su poderoso cerebro. Cuando tenía que disertar en público resultaba muy aburrido y nada impresionante. Solterón vocacional y muy apegado a su madre, tenía la curiosa costumbre de hablar solo. A veces se abstraía totalmente de la realidad, extraviado en su mundo interior. Dicen que una vez se puso a caminar dándole vueltas a las ideas que bullían en su cabeza, y cuando las campanas de una iglesia lo devolvieron a la Tierra, resultó que estaba a 24 kilómetros de su casa.

Adam Smith está considerado el paladín del libre mercado. El hombre que acuñó lo de la famosa «mano invisible» y la elogió. Pero escribió su obra en un contexto muy concreto, cuando las prácticas monopolísticas de los más privilegiados fomentaban bolsas enormes de pobreza. La izquierda, tan amiga de caricaturizar sin estudiar, pinta a Smith como un energúmeno, el gran ogro liberal. Obviamente no lo han leído ni en la versión para «dummies». El sabio escocés estaba convencido de que la libertad económicamente acabaría favoreciendo precisamente a los más desfavorecidos, cuyo bienestar le preocupaba enormemente.

Smith brilla sobre todo como una fuente de sentido común, que bebe de observar la realidad sin orejeras, ateniéndose a los hechos. Tal vez por eso en su siglo XVIII hace observaciones que nos resultan dolorosamente vigentes en la España de hoy: «Los gobiernos son sin excepción los mayores derrochadores de la sociedad (…). No hay arte que un Gobierno aprenda más pronto que el de sacar dinero de los bolsillos del pueblo».

Smith abogaba por un poder que garantizase unos mínimos imprescindibles, unas seguridades básicas. Pero sin aturullar. Dejando hacer a los individuos, respetando su libertad. Mi frase favorita suya va por ahí: «Poco más se requiere para llevar a un Estado al más alto grado de opulencia desde la más baja barbarie que paz, impuestos llevaderos y una tolerable administración de justicia. Todo lo demás llegará por el curso natural de las cosas».

Hoy en España somos víctimas exactamente de lo contrario. Vivimos bajo el Gobierno más voraz fiscalmente que jamás hayamos soportado. También el más intrusivo. Legisla incluso sobre el ámbito de nuestra intimidad, sobre nuestras relaciones sexuales, sobre cómo han de ser los tapones de las botellas, sobre nuestro comportamiento con perros y gatos… Un Gobierno que proclama que los hijos no son de los padres, sino del Estado, o que incluso ha inventado su propia jerga obligatoria, un modo de hablar correcto al servicio de la izquierda. En 2022, el Gobierno de Sánchez emitió 385 páginas de normativa en el BOE como media diaria. Eso es un disparate.

Paz, impuestos llevaderos y una tolerable justicia. Poco más hace falta, decía Smith. Imagínense lo bien que le sentaría a España un pequeño baño de sentido común, tan solo eso. Si resistimos con el peor Gobierno imaginable, ¿qué no haríamos con uno mínimamente decente y cabal? Bastaría con aplicar algo de cordura, reparar ciertos errores que cantan a lenguas:

España necesita una fiscalidad amable y no abrasiva, que invite a invertir y devuelva a los ciudadanos su libertad económica (ahora mismo la mitad de lo que generamos es para el Estado, entre impuestos y cotizaciones). Se requiere una reforma electoral urgente, que acabe con la prima de los partidos minoritarios antiespañoles, que insólitamente están cogobernando España sin un volumen de voto que lo justifique. Hace falta simplificar la jungla de la kafkiana reglamentación (aunque será difícil, porque mucha emana del paquidermo burocrático bruselense). Hay que proteger el medioambiente sin pegarse un tiro en el pie, dejar de hacer el primo ante chinos, indios, rusos… Toca recuperar competencias para el Estado en el campo de la educación y la sanidad, si es que a medio plazo queremos seguir diciendo que España es una nación. Hay que desmontar las trabas internas al mercado derivadas de las peculiaridades de las 17 taifas, cada vez más desarmonizadas. Hay que limitar el privilegio catalán y vasco, en vez de agrandarlo. Hay que desmontar la inmensa losa de chiringuitos públicos y gasto superfluo que hoy lastra nuestra economía, creando un pozo sin fondo de deuda y detrayendo inversión de donde hace más falta. Hay que fomentar la excelencia y el esfuerzo en la educación y las profesiones técnicas. Hay que dejar de mirar solo a los cocineros guays, el campo y la hostelería (aunque que estén muy bien) y empezar a entender de una puñetera vez que el presente y el futuro son digitales…

Y podríamos seguir. Pero soy muy pesimista, porque los intereses electoralistas en corto hacen que pensar en largo y tomar decisiones audaces en nombre del futuro se haya vuelto casi un imposible. Se piensa más en el partido que en la nación.

Una pena, porque con una buena batería de reformas y un Gobierno honesto, España lo petaría. Lo tiene todo, excepto una clase política a la altura de las posibilidades del país.