Antonio Rivera-El Correo

En la Gran Vía y de madrugada un sábado. Una seña de identidad para el Madrid canalla, juvenil y ultraliberal de la presidenta Ayuso. La primera vez que lo escuché pensaba que era broma: nadie exhibe un problema de tráfico como una idiosincrasia. Sin embargo, hay que reconocer lo que tiene de verdad y lo que seguro tiene de atractivo para sus visitantes ocasionales o para una ciudadanía joven y con posibilidades económicas. De rompeolas de las Españas a agujero negro que engulle todo lo que tiene alrededor e incluso lo que está bien lejos. Por razones diversas, «Madrid» es una ideología, una manera de ver el país que nadie proclama, pero que no deja de tener adeptos. Madrid se ha transformado tras cuarenta años de autogobiernos regionales en la muestra más patente del éxito del centralismo, quizás porque opera en la práctica más como distrito federal, pero sin federación ni presidente que le mande, como la autonomía artificial que es. Madrid sin contrapeso después del resbalón catalán del ‘procés’, lanzado a competir ahora con la presidencia española y a mostrarse políticamente como alternativa imposible, como ejemplo irreal de otras regiones en pugna ideológica con el Gobierno central.

Madrid es hoy Ayuso y esta hace contrapolítica española con el poder local que exhibe y con las dimensiones supralocales que este supone. No rinde visita a Sánchez, se insulta mutuamente con él por sus respectivos cónyuges y se proyecta como otra posibilidad más segura que su jefe de filas partidarias. Todo un coro de voces e intereses la aúpa cada mañana y ya ha dejado de tener rival entre sus correligionarios, por más que estos sean conscientes de que solo en Madrid se puede hacer esa política. Fuera de allí, te convertiría en ‘outsider’.

Ayuso y Sánchez se abroncan directamente, sin intermediarios ni hombres de paja. Los otros insultadores aparecen irrelevantes en tal empeño. Ambos elevan la tensión política hasta la insensatez y disponen a sus respectivos seguidores en actitud fanática. La nefasta política actual española tiene su mejor expresión en el recíproco desprecio que se muestran y en el seguidismo que a cada cual les dispensamos.

Ella aparece como efigie en la proa de un navío, impulsada por fuerzas oscuras del Madrid más deshumanizado. Él aparenta conducir un ejército de personas que le rinden fe inquebrantable. Una atribución un tanto sexista por los roles, pasivo y activo, que seguro impugna la realidad. Lo cierto es que, si uno se ha hecho con todo el poder, la otra amenaza también con hacerlo, porque tiene esos que llaman fácticos tras ella. Solo le queda por desentrañar un enigma que desde provincias es difícil resolver: ¿le cortarán las alas en cuanto confirmen que su estilo no es reproducible fuera de la capital o tanta fortaleza exitosa se atreverá a doblegar las posiciones más cautas y diversas de sus iguales regionales? Aquí también, el presidente juega con fuego y buscando e hinchando un émulo necesario para su polarización puede dejarnos en herencia un personaje letal para los que no somos de ese «Madrid».