- ¿Qué divierte más a la noble clientela, un robo en masa de fondos públicos o las grotescas peripecias sexuales de un pobrecito pardillo desechable?
No poseer ningún tipo de red social me pone bastante a salvo de las pandemias anímicas que devastan nuestro mundo. Me convierte también en un marciano, anacrónico ratón de biblioteca que rara vez saca el hocico fuera de su guarida. Pago gustoso el precio.
Hace ahora, lo compruebo, con exactitud nueve años, un amigo menos misántropo que guasón me envió un pasaje de eso que entonces se llamaba Twitter y ahora creo que lleva nombre de peli porno. Lo firmaba un tal @ierrejon. El tal me era del todo del todo ignoto. Ignoro qué le pudo llevar a perder en mi vetusta persona los preciosos 99 caracteres de su alegato: «Albiac y su ilusión aristocrática de una política aséptica, sin afectos ni pasión, porque nada relevante hay en juego».
Sonreí. «Qué joven debe de ser este chico», me dije. «Y con qué poca biblioteca carga a cuestas». No es grave: las dos cosas pueden curarse sin demasiado dolor. Ya se encargaría, seguro, la jodida realidad de enseñarle el coste de afectivar la política y conjugarla con arrebatos pasionales. Aquello sucedía en 2015. Debo temer que en su crepuscular cuarentena, la cosa tenga peor arreglo.
Ignoro si al ya no tan joven Errejón lo ha metido en una emboscada, de la cual no saldrá políticamente vivo, tan sólo su íntima estupidez o bien el cálculo bien tramado de verdaderos profesionales que saben que la política es cacería a muerte. Pero el resultado es el mismo. Vivimos en una sociedad muy tenuemente alfabetizada. Eso propició el ascenso de su pandi colegial a un estatus inadecuado para criaturas de su talla. Pero eso tiene también su precio. Con el que hay que saber jugar. Las neuronas de una cabeza ayuna difícilmente soportan digerir más de un titular de prensa al día. Y, cuando ese titular le es hostil, el verdadero profesional —Sánchez, por ejemplo—, sabe que hay un procedimiento óptimo para librarse de un odio popular que es tan inmediato y tan irracional como el previo amor: remplazar el titular por otro más ruidoso y, a ser posible más sórdido.
¿Qué divierte más a la noble clientela, un robo en masa de fondos públicos o las grotescas peripecias sexuales de un pobrecito pardillo desechable? ¿Hace falta responder a eso? Desde hace ya tres días —en el ritmo mediático, la eternidad— Koldo, la esposa del presidente, Ábalos, su «amiga particular», las mascarillas baleares, los lingotes de Dalcy, los negocios monclovitas de Aldama…, Sánchez en suma, han dejado de existir. Solo hay escarnio y burla de un pobre tipo ya decapitado y que no cuenta absolutamente para nada. Ignoro por completo si la idea ha nacido en Moncloa o en su entorno. Pero quien la haya tenido es un genio. O puede ser que haya visto Wag the Dog, película que en español se llamó «Cortina de humo» y en la que David Mamet daba el canon de cómo hacer este tipo de cosas.
La «afectivación de la política», decía inteligentísimamente W. H. Auden, que es la gran innovación propagandística del fascismo. Puede ser que al entusiasta @ierrejon le parezca una «ilusión aristocrática» perder su apasionado tiempo leyendo a un poeta tan frío como el británico. Podría remontarse a Spinoza, a Hobbes, a Maquiavelo, que enseñan que en política «afectos y pasiones» son el camino más recto al suicidio. Podría, incluso, reflexionar sobre el hermoso aforismo de Aristóteles que Sánchez Tortosa recoge en su último libro, Máscaras vacías: «la ley es la razón sin deseo»… Podría… Pero eso exige dedicar tiempo a la biblioteca. Difícil para el que vive en —y de— los no sé cuántos caracteres que configuran un tuit. Y que castran una inteligencia.
Lástima. A los envejecidos jóvenes peronistas españoles, para entender cómo todos sus nombres han ido siendo tachados de las fotos triunfales de hace quince años, les hubiera bastado con poseer la capacidad de lectura que exige una novelita de apenas doscientas cincuenta páginas. La escribió Arthur Koestler en 1940 y se llama El cero y el infinito. Habla de un interrogatorio de la NKVD que precede a la ejecución del penúltimo bolchevique a manos del último. Detrás del interrogador hay el borde rectangular de polvo que queda tras quitar de la pared una foto enmarcada. Rubachof sabe cuál era esa foto: retrato de familia del comité insurreccional bolchevique. Va repasando en su memoria los rostros. Y tachando a los ejecutados. Quedan dos vivos. Sabe que, al final de su interrogatorio, quedará solo uno: «Él», el n.º 1.