Joseba Arruti-El Correo
Los grandes liderazgos políticos se cincelaban a ritmo de artesano cuando la vida transcurría con parsimonia. Personajes que hoy en día quedarían condenados a la irrelevancia bajo el yugo implacable de la mercadotecnia fueron alguna vez capaces de dejar huella en la historia. Lo hicieron por un motivo elemental: porque tenían algo importante que decir. Ahora, sin embargo, una cohorte de clones insulsos pulula en instituciones de los cuatro puntos cardinales.
En semejante contexto, Pedro Sánchez emergió en un momento dado como una figura singular. Lo hizo cuando recuperó a contracorriente la secretaría general de su partido y fijó los primeros renglones de su manual de resistencia. O cuando accedió al poder a través de una moción de censura justificada como enmienda a la totalidad contra la corrupción.
La heterogeneidad del bloque que le aupó explica muchas de las vicisitudes posteriores. Por lo demás, la pericia del presidente del Gobierno para retorcer e incluso contradecir algunos de sus propios principios, incluso los más solemnes, sólo está al alcance de los contorsionistas más elásticos.
La impronta reformista engrasó la movilización de los votantes progresistas en los primeros años, aliviados por el contraste con lo anterior. Pero ha sido el miedo a la extrema derecha lo que ha cimentado la permanencia de Sánchez en el poder: lo reactivo frente a lo proactivo.
No obstante, los diques de contención suelen terminar cediendo si lo que acompaña a la retórica resulta vaporoso. Sin obviar los logros de esta etapa, que los hay en materias muy diversas, ni restar gravedad a determinadas ofensivas espurias alentadas desde la oposición, en el horizonte sólo se atisba ya el ocaso de Pedro Sánchez. Los frentes abiertos se le multiplican, con un ‘caso Ábalos’ potencialmente metastásico encabezando la lista, y su desgaste es cada vez más acusado. Ni siquiera puede contar con la fortaleza de su socio de gobierno, que galopa raudo hacia la irrelevancia.
Enfrenta, además, desafíos complejos, más allá de los geopolíticos, que harán mella en su bloque de apoyo. El de la financiación autonómica es, posiblemente, el más tóxico, en la medida en que a ERC no le bastará con serenar su espíritu autodestructivo para seguir a flote: necesitará resultados tangibles que justifiquen su dócil apoyo a Salvador Illa. Y, a día de hoy, lo más probable es que sólo coseche frustración.
En este escenario, las encuestas auguran un fortalecimiento creciente del PP, a pesar del liderazgo errático de Núñez Feijóo. Tal vez su secreto radique, justamente, en pasar desapercibido; en esperar, con permiso de Ayuso, a que el lento pero inexorable declive del líder socialista se sedimente. Le basta con que la conexión emocional del votante de izquierdas con el Gobierno siga agotándose al ritmo actual.