Helena Farré Vallejo-El Español
En el momento de escribir estas líneas, la cifra de muertos a causa de la DANA supera ya las cien personas. Por ahora, porque los muertos aún no han acabado de contarse.
Hay decenas de desaparecidos, se han desplazado cientos de miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado a las zonas más afectadas con vehículos y helicópteros.
Defensa ha movilizado también a psicólogos militares, a perros adiestrados para localizar cadáveres y ha ofrecido morgues portátiles.
El panorama es apocalíptico y desolador. Las consecuencias de la catástrofe, que es imposible conocer aún en su totalidad, se intuyen también fatales.
El filósofo esloveno Slavoj Žižek se hacía en su libro Pandemia una pregunta que yo me he estado repitiendo desde el día de ayer. ¿Qué ha fallado en nuestro sistema para que la catástrofe nos haya cogido completamente desprevenidos a pesar de las advertencias de los científicos?
¿Por qué no se avisó antes, por qué no se avisó mejor?
¿Por qué no se ha evitado todo este desastre?
Son preguntas de complicada respuesta, pero son preguntas necesitadas de una respuesta
Pedro Sánchez anunció ayer por la mañana que España estará con los afectados. Que les ayudaremos el tiempo que haga falta. Que no les dejaremos solos. «España entera está con vosotros», dijo.
Y para concluir su intervención, en la que han resonado conceptos como solidaridad y colaboración, Sánchez ha tenido una última petición para el resto de ciudadanos: la de arrimar el hombro.
Bien, la hipocresía de demandar solidaridad y reclamar ejemplaridad, cuando el comportamiento mostrado ayer por parte de nuestra clase política en la Sesión de control en el Congreso de los Diputados difícilmente admite una descripción que se pueda publicar en un diario, se cuenta sola.
Sin embargo, Sánchez sí acertó al decir que España da siempre lo mejor de sí misma en crisis como esta. Y, por muy trágica que sea esta idea, se trata de una realidad que queda confirmada por la memoria: el corazón de un pueblo se ve en sus catástrofes.
En la respuesta a ellas.
En la organización, en la implicación, en la ayuda ofrecida. En la solidaridad desbordante, un comportamiento que nuestra clase política rara vez manifiesta.
Lo pensé ayer mientras veía los vídeos y las fotos del desastre, mientras escuchaba a familiares que buscaban a un ser querido desaparecido. Mientras veía el vídeo de una señora que era rescatada de una riada por sus vecinos con una sábana, o mientras escuchaba acerca de grupos que se habían organizado para buscar a desaparecidos.
Pensé en la ejemplaridad exhibida, sin que hubiese ninguna necesidad de recordar cómo tenía la gente que comportarse. En la abnegación mostrada por nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
En la solidaridad de múltiples organizaciones para disponer y recoger y organizar pañales y mantas y alimentos y todo lo que pueda ser de gran necesidad en un futuro próximo.
En las distintas ideaciones de particulares para intentar implicarse.
En gente absolutamente volcada en ayudar, tanto a sus vecinos como a absolutos desconocidos, sin importar el color político, sin importar si votas a izquierdas o derechas, si eres independentista o facha.
Este comportamiento puede parecer el más lógico, el natural y esperable. Pero llevamos un tiempo en el que parecía que ya no era así, en el que parecía que habían ganado la crispación política, el enfado social y el desgaste de los últimos años.
Por eso, me ha estado martillando desde ayer una pregunta el cerebro. ¿Cómo puede ser que nuestra clase política esté tan desfasada respecto a la sociedad a la que gobierna?
¿Cómo puede ser que mientras unos se echan culpas, o siguen con sus planes de votaciones, el resto esté intentando aliviar, aunque sea mínimamente, el dolor de los que lo han perdido todo?
La ejemplaridad siempre se reconoce desde la mirada ajena, nunca desde la propia, y el impulso a la ejemplaridad que estamos viendo desde el martes por la noche radica precisamente en el reconocimiento de la dignidad, tanto propia como ajena.
En el respeto por la persona, en su totalidad.
Javier Gomá dijo hace unos años, en una entrevista, que «la ejemplaridad es un ideal de dignidad, un ideal de indulgencia y benevolencia». Y esto queda de manifiesto en los momentos de las mayores catástrofes y de mayor oscuridad. En el puente de la empatía, la mano de la benevolencia y, ante todo, la mirada de la dignidad.
También en la esperanza de la solidaridad.
En estos momentos de mayor miedo, de absoluta pérdida y desastre, la memoria demuestra que se ha estado a la altura de las circunstancias. Bueno será el día en el que nuestra clase política sea un reflejo certero de la sociedad a la que representa.
O en el que, por lo menos, tome nota de su comportamiento y de su unión.