Editorial ABC

  • A la tardanza de la respuesta material y militar del Gobierno no puede seguir el retraso de un plan de reconstrucción inédito, marcado por la urgencia y la coordinación

El exhaustivo balance de los daños causados por la DANA en las infraestructuras de la Comunidad Valenciana realizado por el titular de Transportes –carreteras y vías férreas destruidas, localidades incomunicadas que solo pueden recibir víveres y ayuda a través de helicópteros– pone de manifiesto el reto mayúsculo que representa rehabilitar un área devastada por el agua y herida, como el resto de España, por la desaparición y la muerte de un número de personas, más de doscientas, que aún resulta difícil cuantificar. El cansancio se acumula según pasan los días, la desolación hace mella y la esperanza da paso a la frustración en una población que desde el pasado martes ha dado una lección de civismo y ciudadanía con su esfuerzo solidario. Los miles de afectados por la DANA no han esperado a que el ‘escudo social’ del Estado, más lento que su propaganda, los protegiera no ya de un desastre natural, sino de sus consecuencias. Ante el vigor que ha mostrado la sociedad valenciana para reponerse, combinando la abnegación con la iniciativa personal, el Estado se juega su credibilidad ante quienes, dentro y fuera de las áreas afectadas por la tragedia, observan y miden sus reflejos ante una crisis sobrevenida. En eso consiste también gobernar. El hecho de que los voluntarios hayan llegado a dificultar el tráfico de los equipos de rescate y el reparto de ayuda, hasta obligar al Ejecutivo regional a pedir que regresen a sus casas, da cuenta de la distancia que va de la respuesta emocional a la actuación racional –medida, pero sin dilación– que se espera de una Administración ahora obligada a articular la logística necesaria para evitar que el caos se prolongue.

Si Óscar Puente presentó una detallada evaluación de la ruina causada por la tormenta –alrededor de 80 kilómetros de carreteras nacionales y autovías destrozados, líneas de Cercanías que han desaparecido bajo las aguas, colapso de la red de alta velocidad, localidades incomunicadas por tierra–, la ministra de Defensa reaccionó y anunció un refuerzo de casi un millar de militares para colaborar junto a la UME en las tareas de rescate y limpieza. La respuesta, tardía, sigue siendo claramente insuficiente: cuando en enero de 2021 la tormenta Filomena paralizó el área metropolitana de Madrid, Defensa movilizó a unos 1.500 soldados para descongestionar unas vías cuya limpieza resultaba esencial para garantizar el suministro de agua y alimentos de la población capitalina. La cifra no es muy inferior a la que de momento trabaja en una zona no solo muy poblada, sino vital para la economía española. De nada serviría, sin embargo, movilizar a decenas de miles de militares –como prevé Margarita Robles «si fuera necesario»– sin un planteamiento previo y, peor aún, sin el margen de maniobra imprescindible para que esos efectivos resulten útiles en un proyecto de reconstrucción inédito, un reto que más allá del restablecimiento de las infraestructuras incluye el realojo de quienes han perdido su vivienda.

A la tardanza de la respuesta material y militar del Gobierno, reprochada ayer en esta misma página, no puede seguir el retraso de un plan de reconstrucción cuyos ejes han de ser la urgencia administrativa, la previsión de los plazos y la coordinación de unos efectivos del Ejército que han de volcarse ahora en la ingeniería civil. A la cadena de errores que ha rodeado la tragedia de Valencia no puede seguir una secuencia de palabras huecas y publicitarias, sino una pronta estrategia que, de paso, reconstruya la imagen de unas instituciones que sobre el terreno de la verdadera política, la del bien común, solo generan hoy desconfianza.