José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La inmundicia que ocultan los casos de Ábalos y Errejón no es simple polvo que quepa barrer bajo la alfombra como quieren los líderes de sus partidos

Lo que ha sido será y lo que una vez se hizo volverá a hacerse. Nada hay nuevo bajo el sol». Estas sabias palabras que el escéptico Qohelet dejó escritas hace más de dos mil años deberían habernos enseñado que, en casos como los de Ábalos y Errejón, la única reacción que está de sobra es la sorpresa. Tantos años de historia de la humanidad y tantos desmanes cometidos a lo largo de su curso por quienes han gestionado la cosa pública en cualquier tiempo y lugar no permiten llamarse a engaño ni declararse sorprendido por las aviesas conductas que se han producido. Mala es la suspicacia para la convivencia, pero, cuando de política se trata, peor es la ingenuidad. Y no se precisa, para comprobarlo, retrotraerse a los orígenes de la especie. Basta con repasar este corto medio siglo de actividad democrática que hemos dejado atrás en este país para concluir con humildad que la gestión pública ha de ser siempre objeto de atenta vigilancia si ha de mantenerse en su exigible nivel de decencia. Dolorosa conclusión, pero la experiencia la hace inevitable. Si a ella se hubieran atenido los superiores de los arriba citados, en vez de confundir lealtad con coleguismo, seguro que la realidad no les habría explotado en la cara. Hacerse ahora de nuevas ante la brutalidad de los hechos los descalifica para la labor que ejercen. Deberían rendir cuentas de su falta de previsión y vigilancia sin escudarse en una impostada ignorancia. Sepan que, si ellos no lo hacen, se las tomará el electorado.

La gravedad del caso, si la realidad es como parece, está, sobre todo, en la cualificación y representatividad de sus protagonistas. Recordemos que «la peor corrupción es la de los mejores», dijéralo quien lo dijera. Tanto Ábalos como Errejón se habían erigido en adalides de la estricta incorruptibilidad, el primero, y del más riguroso feminismo, el segundo. Ahora, en cambio, les toca sufrir, como a don Rodrigo, la venganza poética del «ya me comen, ya me comen, por do más pecado había». Y es que se impone recordar que fue el exministro quien, en nombre del entonces candidato a la investidura, Pedro Sánchez, defendió la moción de censura contra el presidente Mariano Rajoy, basándose precisamente en un encendido alegato contra la corrupción en que habría incurrido el Partido Popular. Y, por lo que respecta al hasta ayer portavoz parlamentario de Sumar, fue su ardiente defensa de la dignidad de la mujer y del feminismo más radical el aval que mayor ascendencia política y humana le otorgó ante quienes más ofendidas y defraudadas se sienten ahora, con toda razón, por su conducta. Si la hipocresía es el vicio que más credibilidad quita al político, de ella han demostrado estar sobrados los dos aludidos.

El daño que tal conducta produce no se limita a quien la adopta y practica. Redunda en descrédito de toda la organización que representa. Para limpiarse de la mancha, no puede aquella limitarse a vanas excusas y cargar culpas sobre el primero que se mueva en «el entorno», llámese Koldo o Loreto, mientras los Pedro, Yolanda o Mónica se atrincheran. La responsabilidad contraída por la falta de vigilancia, la ausencia de protocolos preventivos y la inhibición en la toma de medidas punitivas debería haberse asumido con rigor e inmediatez. No cabe dejar que la herida supure sin que nadie la limpie y suture con expeditiva cirugía. Todo lo que no llegue a eso será hacer de la cobardía regla de conducta y echar sobre la política una nueva paletada de desprestigio.

De fuera vendrá quien de casa te echará. Y es que, bajando ahora de los valores y principios al barro de la abyecta realidad, en el mundo en que viven las organizaciones afectadas merodean lobos a la espera de la ocasión más propicia de hacerse con la presa. Ya han dejado oír sus primeros aullidos de impaciencia. Veremos pronto cómo van cayendo las más altas torres y cómo nadie se sienta a llorar sobre sus ruinas. Con el mismo desprecio con que han procedido serán ellos desdeñados y despreciados por quienes se apresuren a tomarles el relevo. Aunque, levantadas las alfombras, el resto consistirá en seguir haciendo girar la rueda sin propósito ni destino. «El eterno retorno de lo mismo», por tomar prestadas las palabras de Nietzsche a riesgo de pervertir su sentido.