Jesús Cacho-Vozpópuli

Ese Estado Autonómico disfuncional, ineficiente, se erigió a partir del nuevo siglo una clase política cada vez más feble, menos eficaz, más irresponsable

Hay sábados en que uno preferiría no tener que ponerse delante del teclado para escribir su columna dominical. Este es uno de ellos y muy señalado, muy traumático, con la tragedia de Valencia fresca, con tantos cadáveres aún por localizar, tantas vidas truncadas, tantas  familias destrozadas, tanto dolor. Me espanta la tragedia y me alarman las circunstancias que la rodean. Me escandaliza la guerra de trincheras que se avecina, inevitable en un país que se ha querido partido en dos mitades; me horroriza el espectáculo de unos y otros echándose los muertos encima. Lo decía ayer un tal Pedro Ugarte en el antiguo twitter: “El cruce de acusaciones entre los más indecentes augura ya el escenario final: cuando remita el dolor por tantas vidas destrozadas, cuando los valencianos se queden a solas con su ausencia, la guerra partidista será implacable, cruenta, sectaria y brutal”. Quienes peinamos canas, quienes vivimos la dictadura y la combatimos en la esperanza de una España mejor, quienes compartimos la alegría colectiva de una Constitución que por fin nos garantizaba paz, seguridad y propiedad, vale decir vida y libertad,  estamos obligados a no rendirnos a la desesperanza de este amargo final de Régimen, y a tratar, supremo acto de responsabilidad, de extraer las enseñanzas, si alguna, que nos lanza a la cara esta época infausta y, muy en particular, la tragedia en que estamos inmersos desde el martes.

Por ir directamente al grano. Creo que esta catástrofe pone definitivamente en cuestión la viabilidad del Estado de las Autonomías, nos golpea con sus fallos, nos interpela con su ineficacia, su burocracia paralizante, su incapacidad para hacer frente a desafíos de este tipo, y nos exige que esta evidencia, en absoluto nueva, debería llevarnos a replantearnos la estructura del Estado de una vez por todas, a enmendar los fallos del diseño constitucional del 78, algo que tendría que haberse abordado hace tiempo si España hubiera dispuesto de la sociedad civil y de la clase política adecuada para semejante desafío. Pero este país no aprende de sus desgracias, sus calamidades, sus dramas: la pérdida de Cuba, el desastre de Annual, la revolución de Asturias, la guerra civil y su legado de muerte… El deceso de Franco dio paso a un gran momento de consenso nacional: unos y otros llegaron a la conclusión de que tenían que perdonarse y se perdonaron, nos perdonamos, nos abrazamos. Faltaba tiempo para que pudiéramos advertir los graves fallos del diseño constitucional, los agujeros negros de ese Estado de las Autonomías con el que los constituyentes pretendieron aplacar, integrándolos en un gran proyecto nacional, a los nacionalismos de derechas catalán y vasco, por un lado, y acercar la Administración a los administrados, por otro.

A esos señores tan serios que se pasean por Madrid con el porte cardenalicio del perdonavidas, esos vascos tan conspicuos, tan alabados por tanta prensa servil, tan desvergonzados, la tragedia que se estaba viviendo en Valencia les importaba un pito

Es evidente que ambos objetivos están lejos de haberse alcanzado. La traición de los nacionalistas al texto constitucional es hoy tan evidente que no exige mayor explicación. Como esos drogadictos necesitados de nuevas dosis para paliar los efectos de la abstinencia, el PNV se afanaba esta semana por ayudar al Gobierno Sánchez a concretar el asalto al Consejo de RTVE, y en conseguir para su famoso cupo los ingresos correspondientes al “impuestazo” decretado por el sátrapa contra la banca española. A esos señores tan serios que se pasean por Madrid con el porte cardenalicio del perdonavidas, esos vascos tan conspicuos, tan alabados por tanta prensa servil, tan desvergonzados, la tragedia que se estaba viviendo en Valencia les importaba un pito. Se trataba de seguir llenando la andorga a costa del Estado inerme. Peor aún ha sido lo del nacionalismo catalán, de derechas y de izquierdas, que ha llegado a protagonizar un golpe de Estado al que ese Estado, en manos de una clase política cobarde a la par que inepta, carente del menor patriotismo, no supo responder. No supo y no pudo en buena parte por el diseño de ese Estado Autonómico, de modo que cuando el miserable Gobierno Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución se vio obligado a mantener intacta la administración autonómica para no colapsar los servicios públicos, al carecer de instrumentos administrativos propios para ejecutarlo de verdad. Ni siquiera se atrevió a cerrar ese nido de víboras que es TV3, el aparato de agitprop del separatismo. Consecuencia todo ello de la desaparición del Estado en Cataluña (también del País Vasco), Estado hace tiempo rendido por PSOE y PP, sin condiciones, ante ese fiero nacionalismo de cartón piedra.

En paralelo a las cesiones al nacionalismo burgués, el resto de España se pobló de Comunidades Autónomas en buena parte inventadas, sin la menor tradición histórica, que fueron aprovechadas por los partidos del turno para afianzar sus organizaciones partidarias y crear una nueva clase extractiva regional a la que va a ser muy difícil desalojar de sus madrigueras. El resultado ha sido la creación de 17 “Estaditos”, 17 Administraciones, 17 Tribunales Superiores de Justicia, 17 tarjetas sanitarias,  17 sistemas educativos y así sucesivamente… Ello con total renuncia a la construcción de un proyecto nacional de país. Las Autonomías se han convertido en agencias de colocación de parientes, amigos y conocidos de esa élite provinciana, obligadas a destinar gran parte de sus recursos, dinero del contribuyente, en pagar sueldos y salarios. Pero cuando llega una emergencia nacional, cuando ocurre alguna tragedia, cuando la naturaleza se revuelve y enseña su colmillo afilado, entonces esa organización disfuncional, parasitaria, burocratizada, muestra sus miserias y deja en evidencia su ineficacia, su incapacidad para servir, para atender las necesidades de la población, único objetivo que justificaría su creación: el servicio a la ciudadanía.  

Manuel Muela, un español cabal, lo escribió (“España y su Estado central inerme”) en Vozpópuli un 20 de mayo de 2020: “Es urgente que España se dote de un Estado unitario organizado sobre bases diametralmente opuestas a las experimentadas y ya fracasadas”. Aludía Muela al drama del Covid, más de 100.000 muertos y el desastre organizativo del Estado Autonómico que la pandemia puso de manifiesto. “El Ministerio de Sanidad, mascaron de proa del mando único, se ha demostrado un organismo vacío de estructuras y de capacidades que, forzado por esa realidad, ha tenido que declinar sus pomposas facultades en el campo de Agramante de las Comunidades Autónomas, grandes responsables de los fiascos en la sanidad y en las residencias de mayores”. Concluía Muela que “la fragmentación ineficaz del poder público y las controversias entre el Gobierno central y los Autonómicos sobre la previsión o imprevisión de la epidemia y los déficits hospitalarios, han puesto de manifiesto que los males de la organización del Estado no son una invención de los críticos del Estado Autonómico, sino el resultado de una suma de hechos tan constatables como desgraciados”.

Entre un PP que no llega y un PSOE convertido en un partido de extrema izquierda liderado por un dictador vocacional, España vive una de las peores crisis de su historia reciente, crisis que es existencial pero a la vez política, social y de valores

Sobre ese Estado Autonómico disfuncional, ineficiente, elefantiásico en su capacidad para drenar recursos públicos sin fin, se erigió a partir del nuevo siglo una clase política cada vez más feble, menos eficaz, más irresponsable, gente sin experiencia alguna de gestión. Las élites de unos partidos reñidos con la democracia interna se han adueñado de la Administración del Estado y se sirven de ella como si de su coto privado de caza se tratara. Tipos que no han hecho nada fuera de la política y que se morirían de hambre fuera de ella. Mediocridad rampante. De modo que las personas brillantes huyen de la política como de la peste. La tragedia de los atentados de Atocha, otro sapo que los españoles se tragaron sin rechistar, volvió a entronizar al PSOE en el poder, un PSOE agraz, guerracivilista, dispuesto a ganar desde el BOE una guerra que perdió en el campo de batalla y a reescribir su infamante comportamiento durante una dictadura en la que estuvieron desaparecidos. Ni estaban ni nadie les esperaba. La guinda la puso la llegada al poder en 2018 de un amoral, además de psicópata de manual, a medio camino entre los autócratas tipo Erdogan y los dictadores pachangueros latinoamericanos estilo Maduro. Un tipo sin principios dispuesto a vender la nación al mejor postor con tal de seguir en el poder. Un aventurero decidido a enriquecerse, Sánchez & Esposa, nuestros Ceausescu, en una bacanal de corrupción sin parangón.

En el otro lado del arco político, un Partido Popular que sigue sin haber digerido el desastre que para la nación de ciudadanos libres e iguales supuso la mayoría dilapidada por el Gobierno Rajoy y sigue mostrándose, sobre todo, reacio a transformarse en ese moderno partido de corte liberal, con un proyecto definido de país, que la España urbana de clases medias cultas demanda casi con desesperación. Entre un PP que no llega y un PSOE convertido en un partido de extrema izquierda liderado por un dictador vocacional, España vive una de las peores crisis de su historia reciente, crisis que es existencial pero a la vez política, social y de valores. Sobre este deprimente horizonte, tragedias como la de Valencia capaces de poner de manifiesto los lacerantes desajustes de la organización del Estado logran sacar a la superficie toda la rabia, todo el resquemor acumulado de una población permanentemente defraudada por unas elites formadas por vividores del erario  incapaces de asumir ninguna responsabilidad, individual  o colectiva, cuando vienen mal dadas.

Es el Estado de la Autonomías el que hay que repensar de forma urgente. Ya no valen excusas. Cientos de muertos nos contemplan

Produce, por eso, asombro los esfuerzos que estos días despliega el mentecato que nos gobierna tratando de cargar de forma obscena la responsabilidad de lo ocurrido en Valencia sobre los hombros del presidente de esa Comunidad. Expertos en rentabilizar electoralmente los muertos, como se demostró tras el 11-M, creo sinceramente que no es momento de buscar culpables. Es, por el contrario, hora de confortar a las familias de las víctimas, golpeadas por una tragedia sin sentido, y prestarles toda la ayuda posible. Tiempo habrá de asignar responsabilidades. Dicho lo cual, ¿alguien desprovisto de ese sectarismo hoy tan en boga en la izquierda patria piensa que un Ximo Puig al frente de la Comunidad Valenciana hubiera hecho algo distinto a lo que ha hecho Carlos Mazón? Las Autonomías no están preparadas para afrontar desastres naturales como el ocurrido en la tarde noche del martes. Para eso está, debería estar, el Estado, con todos sus recursos. Por cierto, en 2019, siendo Puig presidente de la Comunidad Valenciana y el comunista Joan Ribo alcalde de la capital, ambos proyectaron recuperar el antiguo cauce del Turia eliminando el desvío construido durante el franquismo y que tantas vidas ha salvado en esta ocasión. Basta leer el diario Levante del 12 de febrero de 2019: “València quiere recuperar el río Túria 50 años después de perderlo”.

Y es que el problema no es Puig, ni Page, ni Mazón. El problema es de modelo, de diseño de un Estado tan gigantesco como ineficaz, que a la ausencia de prevención e inversión en infraestructuras añade un esquema competencial territorialmente cuarteado, disfuncional, un Estado Autonómico que se ha dotado de una montaña de reglamentos que a la hora de la verdad resultan inoperantes por carecer de una coordinación efectiva, de modo que cuando estalla la catástrofe ese modelo muestra las costuras de su incapacidad para hacer frente al desafío. Es el Estado de la Autonomías el que hay que repensar de forma urgente. Ya no valen excusas. Cientos de muertos nos contemplan. Ojo, nadie habla de abolir, sino de reformar. reformar en profundidad. Porque, ejemplo, solo un pueblo de eunucos morales puede consentir que una familia española no pueda educar a sus hijos en español en cualquier punto de España. Ya es hora de acabar con semejante dislate y otros parecidos. Recuperar sin demora determinadas competencias para el Estado central de las que nunca debió abdicar. Es el momento, por ello, de poner manos a la obra de la refundación del Estado sobre los pilares de una auténtica “revolución democrática” destinada a reconstruir el país y sanear la vida pública, materia de debate, sin duda, para unas nuevas Cortes Generales salidas de un proceso electoral auténticamente constituyente. Tal vez sea esta la última oportunidad de salvarnos. Sería el mejor homenaje que el pueblo español podría hacerle a las víctimas de esta horrible tragedia.