Editorial-El Correo

  • El estallido de la ciudadanía muestra su frustración por el desprestigio de la política y la ineptitud de las instituciones

El estallido de ira de vecinos de Paiporta, la zona cero de la dana, que increparon ayer con gritos de «asesinos» e insultos a los Reyes, al presidente del Gobierno y al de la Generalitat valenciana y les arrojaron fango y distintos objetos no solo retrata su mayúscula desesperación ante la mayor catástrofe natural que ha sufrido nuestro país. Esa insólita reacción de rabia e impotencia también evidencia la indignación de una ciudadanía frustrada con unas instituciones que, sobrepasadas por la dimensión de la tragedia o por la ineptitud para afrontarla con la exigible diligencia, han reaccionado tarde y sin la energía necesaria, y cuyos líderes han parecido por momentos más preocupados en endosar culpas a los demás que en remangarse para asumir sus propias responsabilidades en una emergencia nacional. Por no saber, ni siquiera han sabido transmitir la debida empatía con las víctimas. Mientras tanto, el recuento de muertos sigue creciendo, el misterio oficial sobre una cifra siquiera aproximada de desaparecidos hace temer lo peor y, seis días después, la ayuda llega todavía a cuentagotas a las zonas más devastadas pese a las bonitas palabras de las autoridades.

Es entendible el profundo malestar de los afectados. «¡Como no van a estar cabreados!», exclamó conmovida la Reina. No que la manifestación pública del desamparo en el que se sienten, aprovechando la presencia de una comitiva de autoridades al más alto nivel, derivara en algunos amagos de violencia tras los que Pedro Sánchez fue evacuado por sus servicios de seguridad. En medio de una extrema tensión, Felipe VI dio una exhibición de cercanía al intentar calmar a los presentes, escuchar atentamente sus desgarradores testimonios, expresarles su solidaridad y fundirse en un abrazo con varios de ellos. Con toda lógica, la visita posterior prevista a Chiva -otra de las localidades más castigadas- fue suspendida.

Los altercados de ayer alertan sobre un estado de ánimo que debe empujar a las administraciones a volcarse sin desmayo, cueste lo que cueste, en la ayuda a los damnificados y en la reconstrucción de las comarcas arrasadas. Lo hace, además, sobre el riesgo de un desprestigio adicional al que ya sufren las instituciones, el caldo de cultivo ideal para los populismos extremistas. El Estado, no solo los gobiernos de uno u otro signo, tiene ante sí un gigantesco desafío en el que no puede fracasar sin exponerse a graves riesgos para su futuro.