Alberto López Basaguren-El Correo

La extraordinaria magnitud del desastre provocado por la dana, especialmente en Valencia, y los problemas para afrontar los daños causados y restituir la normalidad en las localidades afectadas están mostrando importantes deficiencias en la actuación de los poderes públicos, tanto en la fase previa al desastre como en la reacción frente al mismo.

Por una parte, ¿por qué no funcionaron los sistemas de detección y notificación de lo que estaba a punto de ocurrir, a fin de evitar, cuando menos, la escalofriante magnitud de vidas humanas perdidas? Esta tarea no es la prioritaria en estos momentos. Deberá afrontarse una vez restablecida la normalidad; y deberá hacerse con absoluto rigor técnico, lo que, por desgracia, no está asegurado. Es indispensable para que no vuelva a repetirse lo mismo en el futuro, en ningún lugar, en similares circunstancias. Entonces será el momento de exigir las responsabilidades que correspondan, políticas o de otro tipo. Hay un segundo ámbito de trascendental importancia. ¿Por qué la respuesta frente al desastre ha sido -está siendo- tan tardía y deficiente? Era necesaria una respuesta rápida, proporcionada a la magnitud del desastre y a las tareas a acometer, lo que planteaba un enorme reto de dirección y de coordinación. Un reto que los poderes públicos no han sido capaces de afrontar con éxito. Algunas voces sostienen que es la manifestación del fracaso del sistema autonómico. ¿Es así?

El sistema autonómico se caracteriza por la distribución territorial del poder en, fundamentalmente, dos niveles de gobierno, cada uno con sus propias competencias. Pero no son mundos separados, sino profundamente entrelazados, que exigen una robusta y permanente interrelación entre los dos niveles de gobierno (relaciones intergubernamentales). La distribución de competencias sobre catástrofes naturales (protección civil) es un ejemplo. Es un sistema integrado, en el que las competencias se distribuyen entre el Estado y las comunidades autónomas de acuerdo, fundamentalmente, a la magnitud del desastre, y en el que la coordinación entre uno y otro nivel de gobierno constituye su columna vertebral. En ese sentido, se prevé la existencia de emergencias de interés nacional, cuya declaración corresponde al Ministro del Interior, quien asumirá la dirección de las actuaciones, su ordenación y coordinación, así como la gestión de todos los recursos estatales, autonómicos y locales del ámbito territorial afectado.

La catástrofe de Valencia es, sin duda, una emergencia de interés nacional. Sus dimensiones superan las capacidades de una comunidad autónoma, hasta el punto de constituir un supuesto prototípico que justifica la declaración del estado de alarma: catástrofe natural en la que circunstancias extraordinarias hacen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes.

¿Por qué el Gobierno no ha adoptado una u otra medida, quedando a la espera de lo que le pida la Generalitat valenciana? Aquí está la fuente del fracaso, hasta el momento, en la respuesta a la catástrofe. Considero que el Gobierno tendría que haber asumido su responsabilidad. Pero no desconozco los riesgos políticos de descalificación a que se hubiese enfrentado, quizás, por parte del gobierno de la Generalitat y, muy probablemente, por parte del PP. Era el momento de diluir ese problema ofreciendo al presidente de la Generalitat valenciana fórmulas que no lo dejasen marginado, integrándolo en un mando unificado junto a los alcaldes de los municipios afectados. Una reforma del estado de alarma, sacando lecciones de la experiencia de la pandemia, hubiese ayudado.

No es el sistema autonómico el que ha fracasado, sino un sistema de partidos en el que la confrontación sin cuartel deja inerme al sistema institucional. Un fracaso que no se limitará al sistema autonómico.