Ramón Jáuregui-El Correo

  • El año pasado entraron en Europa 350.000 migrantes irregulares. Son el 0,08% de su población. ¿Es tan difícil gestionar estas cifras entre los 27 Estados?

Que Europa está amenazada en múltiples planos de su futuro es cosa sabida. Nuestro diferencial con China y Estados Unidos en ámbitos tecnológicos, energéticos, comerciales y económicos en general nos lo recuerdan todos los días. Que esos desafíos nos obligarán a esfuerzos económicos inéditos y exigirán una unidad europea difícil de predecir nos lo demandan los dos informes que guiarán la política europea los próximos años: el informe Letta sobre mercado interior y el informe Draghi sobre competitividad.

La nueva Comisión Europea que preside Von der Leyen tomará posesión el 1 de diciembre y tiene por delante cinco años trascendentales para empezar a superar todos esos retos, que llaman a nuestra puerta con angustiosa urgencia. Pero, además y antes de todo ello, Europa enfrenta un tema mayor: la inmigración. La foto que más ha trascendido del Consejo de octubre en Bruselas es la de la señora Meloni encabezando un grupo de trece países europeos, pidiendo a la presidenta de la Comisión que incluya entre las medidas contra la inmigración irregular su expulsión a ¿campos?, ¿cárceles? de algún país africano -¿quizás Uganda?- de los inmigrantes irregulares, como quiere hacer Italia con los suyos en Albania.

A la señora Meloni la acompañaban países con gobiernos de todos los colores: conservadores (Grecia), socialdemócratas (Dinamarca) o coaliciones con la ultraderecha (Holanda), entre otros. La foto y su significado son deprimentes. ¿De verdad creen todos estos dirigentes que el tema migratorio se arregla así? Ya hemos visto el resultado de esa política en Italia, rechazada por los tribunales europeos e italianos por contraria al derecho de asilo. Pero más allá de argumentos jurídicos y sobre todo morales, esta política es suicida demográficamente hablando.

Permítanme recordar algunas cifras. Europa perderá 49 millones de personas en edad de trabajar (entre los 20 y los 64 años) hasta 2050. La edad media en Europa en 2004 era de 39 años, en 2050 será de 49. La población de 65 o más años crecerá desde los 91 millones en la actualidad a 130 en 2050. Ese año seremos el 5% de la población del mundo. En África son ahora 1.300 millones y serán 2.500 en 2050. Saquen ustedes mismos las conclusiones. Somos pocos y viejos y necesitamos más de dos millones de emigrantes cada año, no solo para cuidar a nuestros mayores y nuestros hogares, o para ocupar los empleos que nosotros no queremos, sino para que nuestras cuentas de la Seguridad Social sean sostenibles.

El año pasado entraron irregularmente en Europa 380.000 inmigrantes, de ellos 150.000 cruzando el Mediterráneo, 100.000 a través de los Balcanes y el resto, por los aeropuertos. Son el 0,08% de los 450 millones de ciudadanos en Europa. ¿Es tan difícil gestionar esas cifras entre los 27 Estados? Pero no los queremos. Lo peor de la foto es que esos dirigentes están presionados por sus opiniones públicas. Eso es lo grave. Una ciudadanía asustada, engañada, insolidaria percibe como un riesgo social o una peligrosa competencia laboral la inmigración, especialmente la procedente de países de religión islámica.

La UE alcanzó un pacto este año para repartir la inmigración irregular y ayudar así a los países que la reciben. A cambio de negarse a acogerlos, se imponían fuertes multas por cada inmigrante rechazado. Pues bien, ya son 15 los países que se han retirado del acuerdo y aumentan cada día las restricciones internas en cada Estado para el acomodo de esas personas. Cerramos nuestras fronteras poniendo en riesgo el propio mercado interior.

La presión migratoria exterior irá en aumento. Nos negamos a reconocer que el verdadero ‘efecto llamada’ lo ejerce una sociedad envejecida y acomodada al subcontratar los empleos más duros y difíciles en numerosos países empobrecidos o en conflicto y en el continente africano, que casi duplicará su población en los próximos 25 años, con una edad media cercana a los 25 años.

Hay países que se han hecho grandes y prósperos con una inmigración constante, regulada y muchas veces irregular. Estados Unidos, Canadá y Australia son buenos ejemplos. Incluso la España del siglo XXI se está haciendo grande y está creciendo económicamente gracias a una inmigración constante.

Europa debería abrir consulados en los países de origen para traer, ordenadamente, a muchos de los que se embarcan en cayucos, distribuyéndolos después entre los Veintisiete, que, a su vez, deberían encargarse de formarlos e insertarlos en el mercado laboral. Pero esto es utópico en un continente que respira tanta insolidaridad como ceguera y tanta intolerancia como estupidez. Nos estamos suicidando.