- El modo obsceno en el que los políticos, como buitres morales, se han lanzado a capitalizar cadáveres, para transubstanciarlos en votos
Voltaire no es un poeta. Ni bueno ni malo. Deja escritos unos 250.000 versos, quizá porque pensaba que el verso es más grato a un lector no cultivado. Domina los recursos técnicos del alejandrino y rara vez cae en un error de métrica. Pero no hay un solo momento de intensidad poética en sus obras versificadas. Sí puede interesarnos su prosaico contenido. Que, a los ojos del lector actual, queda muy degradado por la manía versificatoria. Es el caso del largo opúsculo que, en alejandrinos, dedica el ya viejo «philosophe» al terremoto que arrasó Lisboa en el año 1755. ¿Cómo no releerlo después de lo de Valencia?
El término francés «philosophe» es engañoso, cuando de él hace uso un hombre culto del siglo XVIII. Un repaso por las cinco primeras ediciones del Diccionario de la Academia Francesa deja en el lector constataciones sorprendentes. La primera edición, en el año 1694, es eco del trastrueque que en los usos literarios introdujera el libertinismo erudito de La Mothe Le Vayer, Naudé o Bergerac: Filósofo, «se dice a veces también en modo absoluto de un hombre que por el libertinaje del espíritu se pone por encima de sus deberes y de las obligaciones ordinarias de la vida civil». La segunda edición (1718) se limita a añadir un «y cristianas» a la fórmula que habla de «obligaciones de la vida civil». A partir de ahí, y con solo la adición de un par de comas, la definición se mantiene intacta en las ediciones tercera (1740) y cuarta (1763). Y, sorprendentemente, esa acepción desaparece, con las vísperas del cambio de siglo, en la edición quinta (1798).
En el uso social —y, sobre todo, cortesano— del Siglo de las Luces, «philosophe» nada tiene que ver con lo que por tal término ha entendido toda la historia del pensamiento, desde que Heráclito hiciera, por primera vez, uso escrito de la expresión «hombres filósofos», hasta lo que hoy, con matices muy diversificados, damos a entender con tal término. El «philosophe» del siglo XVIII es un agitador: político como social.
Eso, que fue la base del éxito inmediato de Voltaire, fue también el origen de todos los malentendidos que ya en vida se generaron en torno a su obra y que harán luego casi ininteligible la peculiaridad de sus intervenciones en el hosco campo de batalla que fue el de la literatura de su siglo. Voltaire fue un panfletista. Término que nada tiene de reproche en su siglo. Los libelos del siglo XVII (las Provinciales de Pascal, por ejemplo) y los panfletos —anónimos o firmados— del XVIII son declaraciones de guerra, en un universo literario al que el tránsito a la edad moderna ha sumido en un completo desconcierto. No es mala cosa releer al ya tardío teorizador del género, Paul-Louis Courier, para apreciar el papel que esa literatura clandestina o semiclandestina jugó en la modernización de las letras europeas.
Pero el panfleto —como el libelo— se escribe necesariamente contra alguien. Y ese «contra» justifica todas las exageraciones, incluso las difamatorias o las sencillamente mentirosas, que hacen —a tres siglos de distancia— su encanto burlesco. Siempre que quien los lea no se los tome demasiado en serio, aunque aquello de lo cual estén hablando sea trágico. Siempre que, sobre todo, no confunda a quienes en ellos se dicen «filósofos» con nada que tenga nada que ver con lo que, en convenida academia, llamamos «filosofía».
Panfleto en verso, el «Poema del desastre de Lisboa» puede que haya sido el más conseguido de los de Voltaire. Es también, seguro, el peor comprendido. Quizá porque el propio autor buscase deliberadamente esa incomprensión. Es de convención presentarlo como una especie de arrebato del «filósofo» contra el Dios incompatible con el Mal en el mundo. Pero no es contra Dios, sino contra el muy humano Leibniz, contra quien el panfletista francés escribe. Y tampoco es tan difícil constatarlo: no hace falta siquiera rastrear las diez o doce referencias leibnizianas que contienen sus 234 versos. Ni siquiera, es imprescindible leerlos. Basta con atender a su título completo: «Poema sobre el desastre de Lisboa. O examen del axioma ‘todo está bien’». No es la primera vez, desde luego, en la que Voltaire arremete contra el teorizador de este mundo nuestro como «el mejor de los mundos posibles». Sí, la más malvada.
La astucia de Arouet es sencilla. Y demoledora. La cortedad de la mente humana solo se contenta ante una tragedia cuando puede responsabilizar de ella a alguien. Y, si es posible, castigarlo. Cuando el mal que nos aniquila proviene de una composición de determinaciones causales anónimas —eso es una catástrofe natural— nuestro desarraigo es absoluto: al mal sufrido se añade el sinsentido de su desencadenamiento. «¿Por qué?» Es la pregunta infantil con la que, ante toda tragedia, buscamos consolarnos. Eludiendo la única pregunta seria: «¿Cómo?»
La espantosa tragedia de Valencia es la resultante de fuerzas naturales que desbordan la capacidad de control de estos nimios sujetos que somos los humanos. Cabe analizar cómo se produjo. Y prever los márgenes dentro de los cuales pueda reducirse su coste cuando vuelva a producirse. Una sensatez básica debiera atenerse a eso.
Otra cosa —muy distinta— es el «después»: el modo obsceno en el que los políticos, como buitres morales, se han lanzado a capitalizar cadáveres, para transubstanciarlos en votos. Votos que, al final —véase Ábalos—, son fuente de dinero. Y esto no es ya ni catástrofe natural, ni determinación anónima. Es desvergüenza. Y el ciudadano tiene, al menos, un modo muy sencillo de castigarla.