Ignacio Camacho-ABC

  • La obsesión del relato partidista está a punto de convertir la eficacia del Estado en la última víctima de la gota fría

A dos semanas de la riada va siendo hora de que los dos grandes partidos dejen de obsesionarse con el relato en busca de un veredicto popular favorable. La gente ya se ha hecho su composición de lugar y salvo nuevas revelaciones muy contundentes no va a cambiarlo. A grandes rasgos, los votantes incondicionales de la izquierda culpan a Mazón y los acérrimos de la derecha a Sánchez, y en medio hay un contingente notable de ciudadanos para quienes los gobiernos central y valenciano faltaron a sus deberes en la respuesta a la catástrofe. Y como los hechos objetivos se ajustan a este último análisis, lo más que puede conseguir el forcejeo sectario es un empate que ahonde la desconfianza en el Estado y todos sus representantes. La única manera de neutralizar ese extendido contrarrelato, tan peligroso para el crédito de los mecanismos institucionales, consiste en centrarse en una reconstrucción rápida y en proporcionar a los damnificados soluciones eficaces.

Las responsabilidades políticas se dirimen en las urnas y en los parlamentos –incluido el europeo, donde Teresa Ribera está en un merecido aprieto–, y las penales ante la justicia, que va más lenta porque a diferencia de los juicios de opinión pública se rige por un sistema de garantías. La posible catarsis electoral de la tragedia de Valencia, si llega, tendrá más que ver con la gestión posterior que con la reacción inmediata, y en todo caso será más leve cuanto más diligente y rápida sea la tarea de recuperación de las zonas afectadas. Ahí todavía existe margen para expiar el fracaso general de las primeras horas, aunque en él ya se hayan achicharrado algunas coartadas exculpatorias: Mazón no puede levantar ni ante su partido la losa de su desaparición inicial y Sánchez vivió en carne propia –huida vergonzante incluida– la cólera de la población de Paiporta. Una dimisión a tiempo podría marcar distancia ética entre unas conciencias y otras, pero eso es como pedir agua a las rocas.

Descartada esa clase de salidas honorables, la salud del sistema depende de que las autoridades se apliquen al desafío monumental que tienen delante. Ya que no aceptan la segunda acepción de la palabra responsabilidad, que intenten al menos aproximarse a la tercera, la de las obligaciones morales. Terminar de limpiar el barro, reparar pronto las infraestructuras –labor en la que Oscar Puente parece haber entendido, albricias, los beneficios de aparcar su gusto por la trifulca siquiera por un rato–, indemnizar los estragos sin los habituales engorros burocráticos. Acabar, en fin, con la incomparecencia y el retraso. La sesión parlamentaria de ayer, con el presidente escaqueado, bajó el diapasón de la censura recíproca y aparentó una relativa tregua en el enfrentamiento caníbal. Puro espejismo táctico; el designio partidista pasa por convertir al adversario en la última víctima de la gota fría.